Dorys Rueda

 

Un día, sin embargo, el buey desapareció, robado por manos desconocidas. La tristeza se apoderó de la familia, que no podía imaginar la vida sin su fiel compañero. Desesperado, el padre, salió a recuperarlo, siguiendo las huellas que había dejado el animal, que lo llevaban hacia el monte Imbabura.

Antes de salir, el hombre preparó un fiambre: un cuy bien adobado que ató a su cintura para poder alimentarse durante el trayecto. Caminó durante horas, siempre siguiendo los rastros, hasta que, de repente, estas se desvanecieron. Preocupado, pensó para sí mismo que tal vez allí lo mataron o lo comieron. Sin embargo, no se rindió. Continuó su búsqueda, recorriendo las laderas del Imbabura, sin dar con más señales del animal.

Cuando la tarde comenzó a caer, el hambre se hizo presente. Decidió descansar y comer algo antes de seguir buscando. Mientras saboreaba su comida, pensó que lo mejor sería alimentarse primero y luego continuar la búsqueda, sin apuro. Fue en ese preciso momento cuando, como salido de la nada, apareció ante él un hombre anciano, de gran estatura y una presencia que transmitía sabiduría. Su rostro, marcado por el paso de los años, reflejaba la serenidad de quien ha vivido muchas vidas. Sus ojos, profundos y penetrantes, parecían conocer todos los secretos del mundo, mientras su porte alto y su calma interior irradiaban una tranquilidad casi sobrenatural. Llevaba poncho y vestía ropas sencillas. El campesino lo saludó con respeto, llamándolo “Padre” por la serenidad que transmitía. El anciano lo miró, le devolvió el saludo y preguntó si se encontraba bien. El aldeano, tocado por la tranquilidad del hombre, le explicó su angustia. Le contó que su buey había sido robado y que llevaba días buscándolo sin éxito.

El anciano, con una mirada profunda y calmada, le respondió que no había visto al buey, pero le preguntó qué tipo de animal era. El campesino, con voz quebrada por la tristeza, le describió a su buey como el más querido, el que más amaban y lamentaba no saber cómo vivir sin él. Viendo el dolor del hombre, el viejo se ofreció a ayudarlo, invitándolo a ver su hacienda, donde tal vez su buey se hubiera confundido con los suyos.

Aunque sorprendido, el campesino aceptó la oferta. Juntos caminaron hasta un lugar apartado, donde el anciano le mostró un paisaje que parecía fuera de este mundo. El hombre le preguntó dónde estaba la hacienda.  El viejo, con una sonrisa tranquila, le respondió que estaba cerca y pronunció algunas palabras en voz baja. En ese instante, ante los ojos del campesino, un gran portón apareció como por arte de magia. Al pasar, el campesino quedó asombrado al ver una hermosa hacienda, mucho más espléndida de lo que jamás había imaginado. Los potreros se extendían cubiertos por una hierba dorada que se mecían suavemente al ritmo del viento, mientras algunos hombres se desplazaban de un lado a otro, llevando cántaros de leche fresca, cuya fragancia llenaba el aire.

El anciano lo condujo hasta el corral lleno de bueyes. Al ver a los animales, el campesino, con el corazón latiendo fuerte, reconoció al suyo al instante. Se acercó al animal y, con voz emocionada, exclamó que ese era su buey, el que había perdido. Sin embargo, el viejo lo miró y le dijo que, en lugar de devolvérselo, lo compraría. El campesino, sorprendido y agradecido, respondió que no podía venderlo, ya que era un animal muy querido para él.

El anciano insistió, asegurándole que el buey era muy valioso y que le pagaría lo justo. Después de un momento de reflexión y con gran tristeza, el aldeano aceptó. El anciano le pidió que le mostrara su poncho y, al hacerlo, colocó algo en él. Cuando el campesino miró, vio que lo que había en su poncho era carbón negro. Extrañado, le preguntó al anciano por qué le daba carbón. El anciano, con una sonrisa enigmática, le dijo que no se preocupara y que fuera afuera para ver lo que realmente le había dado. Al salir, el campesino vio que el carbón en su poncho no era carbón, sino oro y plata. Asombrado, vio que todo el paisaje a su alrededor brillaba con el resplandor del metal precioso.

Regresó a su hogar, donde su familia lo recibió con alegría, sorprendidos por la fortuna que había traído consigo. Pero la historia no terminó allí. Un vecino, al escuchar sobre la suerte del campesino, decidió hacer lo mismo. Robó su propio buey y siguió el mismo camino, esperando obtener lo mismo que su vecino.

Al llegar al mismo lugar, se encontró nuevamente con el anciano. El hombre, lleno de esperanza, le pidió lo mismo, pero el hombre viejo, como hizo con el campesino, le ofreció su hacienda para ver si su buey estaba entre los suyos. Al día siguiente, el vecino se dirigió hacia la hacienda, maquinando sus propios planes. Al llegar, vio todo lo que su vecino le había contado y decidió vender su buey, esperando recibir una recompensa similar. El anciano le dijo que ese buey también era hermoso y que le pagaría lo que fuera justo, por lo que el vecino, ansioso, aceptó.

El viejo le llenó el poncho con oro y plata y el hombre, contento, se fue de la hacienda. Pero cuando abrió su poncho para ver lo que había recibido, encontró solo carbón y piedras. Enfurecido, intentó regresar a la hacienda para reclamar al anciano, pero, como por arte de magia, todos los caminos desaparecieron ante sus ojos. Nunca pudo volver a encontrar la misteriosa hacienda.

Se dice que el anciano, conocido como el Gran Padre Imbabura, castigó al hombre por su codicia. Desde entonces, esta leyenda ha sido conocida y transmitida de generación en generación como una advertencia sobre los peligros de la ambición.

Cuando nos dejamos arrastrar por el deseo desmedido de lo ajeno, corremos el riesgo de perdernos en caminos erróneos. La ambición descontrolada, al cegarnos, nos aleja de lo verdaderamente importante. En nuestra obsesión por alcanzar lo que no es nuestro, olvidamos valorar lo que ya poseemos, esas pequeñas riquezas invisibles que, aunque no brillan a los ojos del mundo, tienen un valor incalculable.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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