Esta historia me la relató mi prima hace muchos años, quien, a su vez, la había escuchado de su mejor amiga, llamada Victoria.
Eran las seis de la tarde cuando Victoria, una joven de Otavalo, regresaba a su casa. La ruta que solía recorrer era tranquila; bordeaba la calle principal de la ciudad y ascendía lentamente hacia el cementerio, un lugar que muchos evitaban, pero que a ella nunca le había inquietado. Había vivido siempre a solo dos cuadras del camposanto, por lo que, día tras día, pasaba por allí sin importar la hora, ya fuera de día o de noche.
Antes de llegar a la Panamericana Norte, una religiosa de mediana edad apareció repentinamente en su camino. Caminaba con una calma casi etérea, como si sus pasos estuvieran en perfecta armonía con el viento. Su rostro, de rasgos suaves y una piel que parecía intocable por el tiempo, estaba marcado por una mirada profunda, como si cargara con secretos y relatos que solo ella conocía. Victoria, algo sorprendida por su aparición, solo pudo sonreírle tímidamente.
"Vas a casa, ¿verdad?", le preguntó la mujer, con una voz tan cálida que sonaba como un eco lejano, pero familiar.
"Sí, vivo cerca del cementerio", respondió Victoria, sintiendo una ligera curiosidad. "¿Y usted?"
La mujer esbozó una pequeña sonrisa y dijo suavemente: "Voy a visitar a unas amigas religiosas que viven al lado del cementerio". Luego, sacó una fotografía de su bolsillo y se la mostró. Victoria, sorprendida, observó la imagen, notando que no reconocía a las hermanas que aparecían en la foto. Había vivido en el barrio toda su vida y conocía a casi todos los vecinos, por lo que sintió una ligera sensación de desconcierto.
Se detuvieron justo a una cuadra del camposanto, rodeadas por el silencio de la tarde, interrumpido solo por el suave murmullo del viento. La hermana, con una calma casi sobrenatural, todavía con la fotografía en la mano, comenzó a hablar de algo que parecía ocupar sus pensamientos desde hacía mucho tiempo.
"¿Sabías que las flores blancas tienen un significado especial?", preguntó, con una voz suave, casi susurrante. Luego, como si las palabras ya estuvieran completas en su mente, se contestó a sí misma: "Son símbolos de recuerdos, de lo que dejamos atrás, pero también de lo que permanece flotando en el aire, entre nosotros. Las flores blancas son como los recuerdos de aquellos que ya no están con nosotros. Aunque se marchitan, su aroma sigue en el aire, ¿lo sabías? Como si pudieran viajar de un lugar a otro, sin que el paso del tiempo las haya tocado".
La religiosa, sin prisa, agregó: "Eso es lo que nos conecta a todos, de alguna manera. Las flores blancas no solo hablan de lo que se ha ido, sino de lo que sigue viviendo en nosotros, en los recuerdos, en los susurros del viento. Son como las almas que no encuentran descanso. Su esencia permanece allí, más allá de la muerte".
De repente, la religiosa en lugar de pasar frente al cementerio giró y se dirigió hacia la entrada. Victoria, desconcertada, le dijo en voz alta:
-¿A dónde va? ¡No me diga que entrará al camposanto a esta hora!
En ese preciso instante, la hermana dejó caer la fotografía que había estado sosteniendo con delicadeza en sus manos. Victoria se agachó para recogerla, pero al levantar la mirada, vio cómo la mujer, sin decir palabra, se le adelantó más y entró al cementerio sin mirar atrás. A medida que avanzaba, su cuerpo comenzó a desvanecerse lentamente, como si se disolviera en el aire. Primero fue su silueta, luego sus pies y finalmente la figura entera desapareció entre las sombras de la puerta del cementerio.
Victoria se quedó paralizada, con la foto en las manos. La sensación de desconcierto y miedo la invadió por completo. Sin pensarlo dos veces, guardó la fotografía en su bolsillo, dio la vuelta y corrió a su casa. Al llegar, se acercó rápidamente a su madre, a quien le contó lo sucedido. Ella, al ver la fotografía de las tres religiosas, palideció inmediatamente. Con la voz temblorosa, le dijo:
-¡Dios mío! Esa foto, son las madrecitas… Entonces, le contó con voz temblorosa:
-Hace muchos años, tres monjitas tomaron el bus para viajar a Quito. Pero, a la salida de Otavalo, sufrieron un terrible accidente. Nadie encontró sus cuerpos. Cuando la gente llegó al lugar del accidente, en vez de restos humanos, encontraron tres ramos de flores blancas, perfectamente arreglados, como si alguien los hubiera dejado allí. Se decía que las hermanas, en su última misión, habían sido guiadas por algo más allá de este mundo.
Victoria, atónita, miraba la foto con horror. La sensación de haber estado en presencia de lo inexplicable la invadió por completo, mientras la imagen de la hermana seguía flotando en su mente. Sabía que algo profundo, algo más allá de lo que podía comprender, se había cruzado en su camino esa tarde.