Por Dorys Rueda

 

Esta historia de amor me la contó el profesor Luis Ubidia en Otavalo, en 1985, quien a su vez la había escuchado de sus antepasados. Así es cómo comienza.

El monte Imbabura, majestuoso y grande, no solo era imponente en su presencia, sino también un joven solitario que vivía cerca de la ciudad de Otavalo. A pesar de su gran tamaño, sentía la soledad pesar sobre él, ya que no tenía con quién compartir su tiempo. Se sentía triste y desolado. Una tarde, mientras contemplaba el horizonte desde su altura, le preguntó al sol qué debía hacer para aliviar su soledad. El sol, con su sabiduría eterna, le sugirió que buscara amigos entre los grandes volcanes de los Andes. Le habló de los majestuosos Cayambe, Cotopaxi y Chimborazo, quienes, al igual que él, se alzaban con fuerza, pero siempre acompañados por la historia y las leyendas de la tierra.

El joven Imbabura no perdió tiempo y, con esperanza renovada, se puso en marcha en busca de estos volcanes. Su viaje no fue largo ni difícil, pues pronto encontró a Cayambe, Cotopaxi y Chimborazo, quienes lo recibieron con los brazos abiertos. Desde aquel encuentro, los cuatro amigos comenzaron a caminar juntos por el mundo. Sus pasos resonaban por los valles, las montañas y los paisajes que los rodeaban, y nunca más Imbabura se sintió solo. Los días pasaban y la amistad entre ellos se fortalecía, convirtiéndose en una compañía invaluable que le daba alegría y tranquilidad.

Con el paso de los años, el joven Imbabura notó que la gente de la ciudad de Otavalo lo miraba con respeto y eso le llenaba de orgullo. Sin embargo, un sentimiento de insatisfacción comenzó a nublar su corazón. A pesar de su creciente respeto y la compañía de sus amigos, algo seguía faltando en su vida. No podía identificar qué era, pero era una sensación persistente que no se desvanecía. Decidió compartir sus inquietudes con sus amigos y ellos, con sabiduría, le sugirieron que era momento de buscar una pareja, una compañera con quien compartir su vida. Le recomendaron que se acercara a Cotacachi, un cerro femenino que vivía cerca de Otavalo.

Imbabura, con una nueva misión en mente, se dirigió a conocer a Cotacachi. Desde el primer encuentro, sintió una conexión profunda. Ella, con su gracia y belleza, le robó el corazón y él, decidido a no dejarla ir, nunca más se separó de ella. A partir de ese día, sus paseos con Cayambe, Cotopaxi y Chimborazo pasaron a ser recuerdos del pasado, ya que ahora Imbabura había encontrado el amor verdadero.

Con el paso de los años, mientras paseaba por las colinas con Cotacachi, Imbabura comenzó a ser conocido por los habitantes de la región como "Taita Imbabura", un título de respeto y afecto que reflejaba su rol protector sobre la tierra. Aunque ya no era tan joven, seguía trabajando arduamente para cuidar de la naturaleza: el viento, el agua, la vegetación y todo lo que sustentaba la vida en la región. Su labor era incansable, día y noche, velando por el equilibrio natural que mantenía a la gente a salvo. Sin embargo, el peso de su responsabilidad empezó a afectar su espalda, volviéndola cada vez más rocosa y marcada por los esfuerzos.

Una noche, Imbabura, con un ramo de flores que había recogido de los bosques cercanos, fue a visitar a Cotacachi. Al llegar, la tomó de las manos con cariño y la miró largamente. Ya no era la joven cerro que había conocido, sino una mujer llena de madurez y fuerza. Con gran amor, le propuso matrimonio, y Cotacachi, con una sonrisa llena de ternura, aceptó encantada. En ese instante, los dos cerros se abrazaron y cuando sus cuerpos se unieron, la tierra tembló por unos segundos. Los habitantes de Otavalo y las aldeas cercanas, al sentir el sismo, se asustaron y salieron apresurados de sus casas, temiendo que algo terrible estuviera ocurriendo.

De esta unión nació un hijo muy especial: el pequeño cerro Yana Urku, o Cerro Negro, como lo llamaron, que fue la alegría y la bendición para la pareja. Con el tiempo, el Taita Imbabura, ya anciano, comenzó a sentirse débil y sufría de intensos dolores de cabeza que duraban semanas. Cotacachi, siempre atenta y amorosa, trataba de aliviar su sufrimiento vendándole la cabeza con hierbas curativas durante largos periodos. La gente, al ver que la cumbre de Imbabura se llenaba de nubes, exclamaba con tristeza: “Son los dolores de cabeza de nuestro Taita”. A pesar de su dolencia, el Taita Imbabura seguía siendo el guardián de la naturaleza y su amor por Cotacachi nunca decayó, pues juntos mantenían el equilibrio de la tierra, protegiendo la vida que surgía bajo su cuidado.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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