Desde niña, las sobremesas familiares en Otavalo se convertían en escenarios de relatos que nos erizaban la piel. Mis padres, con esa habilidad para contar historias que parecía herencia de nuestros abuelos y bisabuelos, nos transportaban a mundos oscuros y misteriosos a mis hermanos y a mí. Recuerdo especialmente las noches frías cuando el viento ululaba entre las carpas del viejo mercado 24 de Mayo, justo frente a nuestra casa.
Mi padre, don Ángel Rueda Encalada, con su voz profunda y pausada, nos transportaba a un mundo de sombras y secretos con cada historia que contaba. Sus relatos hablaban de hombres y mujeres que, cegados por la desesperación, cruzaban la delgada línea entre lo humano y lo prohibido, atreviéndose a hacer pactos con el diablo. En cada palabra, su narración parecía cobrar vida y nosotros, sentados alrededor de la mesa, escuchábamos con los ojos abiertos de par en par y el corazón latiendo rápido, incapaces de apartar la vista de su expresión seria y cautivadora.
Pero más allá del miedo que estas historias nos provocaban, mi padre tenía un propósito claro. Cada relato era una lección, un recordatorio de los valores que él quería que lleváramos con nosotros siempre. Nos hablaba del peligro de la ambición desmedida, de cómo el deseo de tener más, sin medir las consecuencias, podía destruir no solo a una persona, sino también a quienes la rodeaban. Recalcaba la importancia de la fe, no solo en un sentido religioso, sino también en creer en nosotros mismos y en nuestras capacidades para superar las adversidades sin recurrir a atajos oscuros.
También nos enseñaba a valorar a la familia como un refugio y un pilar en los momentos de dificultad. Nos hacía reflexionar sobre la prudencia y la necesidad de pensar antes de actuar, especialmente cuando las decisiones que tomamos podrían marcarnos para siempre. Para él, cada historia era una forma de advertirnos y prepararnos para la vida, pero siempre desde el cariño y la sabiduría que solo un padre podía ofrecer.
Una historia que recuerdo mucho es el pacto que un joven otavaleño hizo con el diablo justamente en la noche de Navidad.
Así comienza la historia:
Hace muchos años, en la pequeña ciudad de Otavalo, vivía un joven llamado Juan, cuya vida estaba marcada por grandes ambiciones y un profundo descontento con su realidad. Tras perder a su padre en un trágico accidente, su madre y sus hermanos se esforzaban día tras día por salir adelante. Sin embargo, para Juan, aquel esfuerzo parecía insuficiente y estaba convencido de que la pobreza los había condenado irremediablemente.
Una fría noche de diciembre, Juan decidió buscar una solución desesperada. Recordó las historias que se contaban en el pueblo sobre un claro en el bosque, donde, bajo la luna llena, el diablo aparecía para hacer pactos con los hombres.
Esa noche, Juan caminó hasta el bosque, llevando una vela negra. Al llegar al claro, la encendió y dijo en voz alta: “¡Aparece, porque quiero riqueza y poder y estoy dispuesto a pagar cualquier precio”.
El viento, que hasta entonces gemía entre los árboles como un lamento, se detuvo de golpe, dejando un silencio inquietante que parecía absorber todo sonido. En medio de la penumbra, una figura comenzó a tomar forma, emergiendo lentamente de las sombras como si el mismo bosque la estuviera pariendo. Era el diablo. Su presencia imponía un miedo indescriptible y el aire parecía volverse más pesado a su alrededor.
Vestía una capa negra que parecía fundirse con la oscuridad misma y de su silueta emanaba una energía helada y sofocante a la vez. Sus ojos, brillantes como carbones encendidos, perforaban la penumbra y se clavaban en los de Juan con una intensidad que paralizaba. La figura exudaba una mezcla de elegancia y amenaza; cada movimiento, cada leve gesto, parecía calculado para intimidar y seducir al mismo tiempo. Al abrir la boca, su voz resonó como un eco profundo, cargado de burla y autoridad:
“¿Estás seguro de lo que pides?”, preguntó el diablo con una sonrisa siniestra. “Si firmas este pacto, tendrás todo lo que deseas, pero me entregarás tu alma en la próxima Navidad”.
Juan, cegado por la promesa de riquezas, aceptó sin dudar y firmó el pacto con una gota de su sangre. Al instante, monedas de oro comenzaron a caer del cielo y Juan regresó a su casa convencido de que había encontrado la solución a todos sus problemas.
Durante el año que siguió, Juan se convirtió en un hombre rico. Compró tierras, animales y ropa fina, pero pronto su familia notó que algo andaba mal. Juan se volvió frío, distante y arrogante. Rechazaba la ayuda de su madre y despreciaba a sus hermanos, quienes seguían trabajando humildemente.
Cuando llegó el próximo diciembre, los sueños de Juan comenzaron a llenarse de pesadillas. Veía a Satanás acercándose para reclamar su alma. La víspera de Navidad, lleno de miedo, corrió al bosque para intentar romper el pacto.
En el claro, encendió una vela blanca y rezó, pero su arrepentimiento no parecía suficiente. Cuando el reloj marcó la medianoche, el diablo apareció, riendo y exclamó: “No puedes escapar de tu destino, Juan. Tu ambición te ha condenado”.
Justo en ese momento, una luz brillante iluminó el bosque. Era la Virgen de Monserrat, vestida de blanco, con un aura de paz. Con firmeza le dijo al diablo: “No puedes llevarte a este joven. Es cierto que él ha cometido un error, pero su arrepentimiento es sincero”.
El diablo protestó, pero no pudo resistir la fuerza de la Virgen que, con un gesto, rompió el pacto y Juan cayó de rodillas, llorando. La Virgen miró al muchacho y le ordenó: “Regresa a tu familia y nunca olvides el valor de la fe, el amor y la humildad. La verdadera riqueza está en el corazón, no en el dinero ni en los bienes económicos”.
El joven retornó a su casa esa noche, agotado pero con el corazón lleno de un profundo alivio y gratitud. Apenas cruzó la puerta, su madre, preocupada por su prolongada ausencia, corrió a su encuentro. Antes de que pudiera preguntarle qué había sucedido, Juan la abrazó con fuerza, como si ese gesto fuera suficiente para transmitirle todo lo que había vivido. Sus hermanos, que hasta entonces esperaban inquietos junto al fuego, se acercaron con curiosidad, percibiendo el cambio en su semblante.
Con voz quebrada por la emoción, el muchacho les relató lo ocurrido en el bosque. Les habló del oscuro pacto que casi lo condena y de cómo, en el momento más desesperado, la Virgen de Monserrate había aparecido para salvarlo. Sus palabras estaban llenas de arrepentimiento, pero también de una nueva determinación.
“Ella me salvó”, dijo, con los ojos brillantes de lágrimas. “La Virgen me liberó de mi ambición y de mis errores. Por eso, a partir de hoy, trabajaré honradamente, sin buscar atajos y dedicaré mi vida a venerarla y a cuidar de ustedes como se merecen”.