Dorys Rueda
Quito, enero 2025.

 

Los duendes, las brujas, el diablo, el cuco, el guagua auca y las sirenas, entre otros espectros, me son tan familiares, pero no por gusto. Eran los temidos protagonistas de las leyendas que mis padres nos contaban en casa, en Otavalo, durante las sobremesas. Al mediodía, como cualquier familia, hablábamos de los temas clásicos de política y deportes: qué equipo ecuatoriano tenía más posibilidades de ganar el campeonato nacional o qué hacían las autoridades para “manejar” la ciudad y el país. Pero al caer la noche, después de la merienda, las leyendas hacían su aparición, apoderándose por completo de la conversación, como un espectáculo que nos mantenía al borde del asiento.

Mis padres, con sus voces graves y llenas de misterio, nos sumergían en un mundo donde las viudas, los fantasmas, el chuzalongo y el carbunco hacían fila para ganarse nuestra atención. Nosotros, cautivados pero también aterrados, escuchábamos sin poder despegar los ojos de ellos. Al final de cada historia, no podía faltar la moraleja, esa parte que repetían con tal énfasis que nos hacía sentir que estábamos siendo evaluados para un examen. "¿Ven lo que pasa cuando los niños se atreven a salir solos por ahí en la noche?", decía mi madre, levantando el dedo. Y, claro, nosotros asentíamos sin decir una palabra, con el corazón latiendo más rápido que nunca.

Cuando la sobremesa llegaba a su fin, nos íbamos a dormir y nos cubríamos con las cobijas hasta la cabeza, no solo por el frío de Otavalo, sino por el miedo que aún nos rondaba. Temíamos que, justo cuando cerráramos los ojos, la Mariangula, reina de las visitas sorpresa, decidiera hacer su aparición en medio de la oscuridad. Porque, seamos sinceros, en esos momentos, los espectros resultaban mucho más eficaces para asustarnos que cualquier problema real. Si algún ruido extraño nos despertaba, quedábamos paralizados en la cama, con los ojos bien abiertos, esperando que el sonido no fuera nada más que el viento. La cobija se transformaba en nuestra armadura mágica contra cualquier aparecido, pero sabíamos que ni con un abrigo de superhéroe estábamos a salvo de las almas en pena. Y así, como si el tiempo se hubiera detenido, esperábamos a que el sol llegara lo más rápido posible, con la esperanza de que la luz del día nos librara de esos personajes inquietantes que nos dejaban más inseguros que un político en campaña.

Cuando ingresé a la universidad, nunca imaginé que, al finalizar mis estudios, me embarcaría en una carrera como recopiladora de casos, leyendas y mitos del Ecuador. En ese momento, mi única preocupación era aprobar mis exámenes y encontrar el aula correcta, no investigar sobre seres sobrenaturales o personajes mitológicos. Si alguien me hubiera dicho que, años después, estaría estudiando las leyendas que me cautivaban y aterraban de niña, y que esas historias se convertirían en el núcleo de mi carrera, probablemente no lo habría creído.

Sin embargo, aquí estoy, 40 años después, todavía dedicada a mi labor de preservar la tradición oral, conectando relatos de todo el país e investigando a cada personaje con un enfoque académico. Lo que en su momento parecía solo una fascinación pasajera, ahora es mi vida y mi pasión, y me esfuerzo cada día por asegurarme de que estas historias sigan vivas, transmitiéndose de generación en generación.

Tampoco lo que nunca imaginé es que un día iba a tener un encuentro “real” con  los personajes de las leyendas ecuatorianas. Me ocurrió hace poco, un sábado tarde,  en que me sedaron para una endoscopia. El plan era que me relajara un poco para evitar cualquier incomodidad durante el procedimiento. Lo que no me advirtieron era que el medicamento era distinto al que me habían administrado en otras ocasiones.

Cuando el examen terminó y comencé a salir de mi letargo, las cosas dieron un giro tan inesperado que ni en mis sueños más raros habría podido anticiparlo. La sala de recuperación de pronto se transformó en un escenario digno de una leyenda. Las enfermeras ya no eran solo enfermeras, ¡eran auténticas hechiceras con bata de laboratorio! Y las doctoras, con una gracia sobrenatural, parecían sirenas surgidas del océano.

En este estado, medio dormida y medio despierta, sentí que algo se movía en la esquina de la habitación. Fijé la vista en ese punto y, de repente, lo vi. ¡Era un duende!  Era pequeño y llevaba un gorro y un saco del mismo color. Tenía esa mirada traviesa, como la de un niño que acababa de robarle el dulce al hermano mayor. Allí estaba, frente a mí, como si me estuviera diciendo: "¡Te lo dije, existo! ¡Te lo dije!"

Luego, se metió rápidamente en una diminuta guarida en la pared, como si no quisiera ser descubierto. Yo, con toda la determinación del mundo, trataba de alcanzarlo, pero, por más que me esforzaba, no podía mover ni un dedo. Me sentía como en una película en cámara lenta, intentando correr, pero el cuerpo no me respondía.

La enfermera, al verme un poco desorientada por el efecto de la sedación, me dijo que necesitaba descansar porque el examen acababa de terminar. Mientras trataba de juntar mis pensamientos, que estaban tan dispersos como un rompecabezas con piezas que no encajaban, le respondí con lentitud: "La próxima vez, espero que el duende no se esconda, se presente como corresponde. Si va a aparecer, que lo haga con estilo y con unas galletitas, ¿no?"

La enfermera, sorprendida por mi ocurrencia, me respondió con una sonrisa cómplice: "¡Claro! Que traiga galletas para el café y que no se le ocurra dejarnos fuera de la reunión".

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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