
Otavalo guarda viejas historias que se niegan a apagarse en la memoria de sus ancianos. Los duendes eran pequeñas criaturas que rondaban las quebradas, las cascadas y los viejos edificios que quedaban a las afueras de la ciudad. Vestían ponchos, alpargatas y camisa blanca, y sobre la cabeza llevaban un sombrero de paja tan grande que era ornamento, adorno y paraguas a la vez, como un pequeño techo que caminaba con ellos.
Cuando el día terminaba, los duendes salían y recorrían el bosque sin prisa. Les gustaba la luz del atardecer. Algunos se acurrucaban en los troncos, otros se tendían sobre las rocas y no faltaban quienes trepaban a los árboles y se quedaban allí para observar si algún viajero se atrevía a cruzar los límites de su territorio.
Los ancianos repetían que, si uno de estos duendes llegaba a encariñarse con una familia, podía abandonar su guarida y convertirse en un habitante más de la casa. Entraba sin hacer ruido, elegía un rincón y desde allí echaba raíces. Entonces empezaban las travesuras: objetos que desaparecían, muebles movidos de lugar, ropa tirada por el piso y puertas que se abrían o cerraban en mitad de la noche.
Pero no todos estos diminutos seres eran amistosos. Algunos disfrutaban de sembrar miedo con solo aparecerse, como el duende del teatro Apolo y el duende de la antigua Fábrica La Joya, recordados por su inquietante fascinación por las niñas morenas, de cabello negro y largo, y ojos tan grandes como la laguna de San Pablo.
Sin embargo, en diciembre llegaba a Otavalo un duende distinto: el duende de Navidad.
Su presencia era como una lucecita inquieta que se movía por la casa. Mi madre me habló de él cuando yo tenía ocho años. Estábamos armando el pesebre cuando, de repente, desapareció el pequeño rebaño de ovejas que tenía en las manos. Mi madre, con esa ternura sencilla que la hacía tan especial, me dijo que probablemente era el duende de Navidad; que no escondía las cosas por malicia, sino para recordarnos lo que realmente importa durante esta época. No entendí completamente sus palabras y preferí concentrarme en buscar mis ovejitas.
Fui de una habitación a otra, abriendo puertas, levantando manteles y cobijas, moviendo sillas por si las pequeñas se habían ido a esconder debajo. Mientras recorría la casa, sentía una mirada detrás de mí. No tenía miedo: estaba convencida de que era el duende, observándome con curiosidad para ver si encontraba mi rebaño. Sin embargo, no encontré ni al duende ni a los borreguitos.
Mi madre sonrió entonces, con esa forma suya que iluminaba todo sin esfuerzo.
—¿Ves? —me dijo—. El duende de Navidad no hace travesuras por capricho. Aparece para recordarnos lo que de verdad importa en la familia; para que mires más al Niño Jesús que a las ovejas del pesebre.
No dije nada, pero nunca olvidé esas palabras.
Desde entonces, cada vez que armo el nacimiento, siento el aroma a canela que tanto le gustaba a mi madre y vuelvo a imaginar al duende de Navidad escondido en alguna esquina, mirándome otra vez. Recordándome que la Navidad toca el corazón de todos, porque el Niño Jesús, con sencillez, vino a enseñarnos a compartir lo que somos y lo que tenemos.
