VERSIÓN 2

 

 Dorys Rueda

 

Las leyendas son semillas que cada generación vuelve a sembrar para que no se pierdan. Esta segunda versión la recogí en el 2001, tal como me la contó doña Angelita Rodríguez Hidalgo, mi madre. La historia inicia de este modo:

Hace mucho tiempo, en aquel Otavalo antiguo, cuando los cerros parecían murmurar secretos al oído de quienes se atrevían a escucharlos, vivía una mujer cuya belleza desorientaba a todo aquel que la miraba. Su voz era dulce, casi cantada, y su presencia tenía algo hipnótico. Sin embargo, bajo esa luz engañosa se ocultaba un pacto tenebroso: la mujer había entregado su alma al mismísimo diablo.

A cambio, obtuvo el poder de volar como un ave nocturna, de lanzar conjuros y de manipular los sentimientos ajenos. El precio fue su humanidad, que poco a poco se desvaneció hasta convertirla en un ser dominado por la oscuridad, a quien ella misma llamaba amo y único señor.

Con cada noche sometida al influjo del Maligno, su espíritu se marchitaba. Su sombra se volvía más densa, su sonrisa más fría y sus ojos, que antaño brillaron con vida, comenzaron a reflejar un fuego extraño, como brasas encendidas.

Cuando la luna llena ascendía a su punto más alto, exactamente a la medianoche, la mujer sufría su verdadera transformación. Sus brazos se alargaban, su piel se tornaba opaca y su figura se despegaba del suelo hasta elevarse sobre los tejados del Otavalo colonial. Desde allí, surcaba el cielo como un presagio, buscando a algún desprevenido que hubiera salido tarde o a algún alma triste que pudiera manipular.

Pero al amanecer, recuperaba su apariencia encantadora. Vestida con colores alegres y un canasto al brazo, recorría las calles de la ciudad haciendo creer que era una consejera de amores, una curandera, una mujer conocedora de hierbas milagrosas. A los hombres les ofrecía infusiones, ungüentos y pequeños frascos que “atraían la pasión”. Ellos, confiados, no imaginaban que cada compra era, en realidad, un hilo más que la bruja tensaba alrededor de sus voluntades.

Su fama creció tanto, que muchos acudían a ella no solo por amores, sino también para pedir suerte o fortuna. Y mientras más desesperados llegaban, más fácil le resultaba sembrarles engaños y quebrarles el espíritu.

Una noche, apareció un joven profundamente abatido. Su novia lo había abandonado sin motivo aparente y él, incapaz de aceptarlo, buscó a la bruja como último recurso. Ella lo escuchó con una paciencia fingida y, tras un largo silencio, sacó de su canasto un pan fresco, tibio aún, cuyo aroma llenaba la habitación.

—Ofréceselo antes de la medianoche —le susurró con ojos entrecerrados—. Este pan sellará tu unión para siempre.

El muchacho, aferrado a la esperanza, aceptó. Sin embargo, no encontró a su amada y decidió guardar el pan para dárselo al amanecer.

Cuando el primer rayo de sol entró por su ventana, corrió a revisar el pan que había cuidado durante toda la noche. Al abrir la envoltura, un olor nauseabundo lo golpeó. Lo que antes parecía recién salido del horno era ahora una masa negra, húmeda, carcomida por gusanos vivos que se retorcían en un hervidero repugnante. Entre ellos, pequeñas lombrices blancuzcas escapaban por los bordes como si el pan fuera un nido infernal.

El muchacho retrocedió horrorizado. Comprendió que, si su novia hubiera probado ese pan, habría muerto entre dolores indescriptibles, consumida desde adentro por aquellas criaturas.

Aterrorizado, huyó del lugar y jamás volvió a buscar a la bruja. Pronto, su experiencia se esparció como fuego entre los moradores de Otavalo. De boca en boca se repetía la historia del pan, del engaño y de los hombres que habían caído bajo el embrujo de esa mujer que de día sonreía y de noche se convertía en sombra.

Desde entonces, se dice que la bruja aún ronda las calles y que en noches de luna llena su figura oscura puede verse sobrevolando los tejados, buscando nuevos corazones vulnerables para atraparlos con dulces palabras y con panes que esconden el sello de su pacto eterno.

 

INFORMANTE

 

María Angelita Rodríguez Hidalgo

Tumbaco 1925/ Quito 2022

Una mujer que llegó a amar profundamente la tierra sarance desde que contrajo matrimonio con don Ángel Rueda Encalada y se trasladó a vivir a Otavalo, en el barrio Punyaro. Le tocó vivir la época de esplendor de la Fuente de Punyaro, adonde acudía los domingos con su esposo para distraerse y conversar. Allí, entre el murmullo del agua y la calma del atardecer, las vecinas le compartían las leyendas que habían escuchado de sus familias y amigos.

 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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