Dorys Rueda

 

Hace muchísimos años, cuando no había luz eléctrica en la ciudad, los habitantes de Ibarra se retiraban a descansar temprano. A las seis ya estaban en sus casas. Merendaban y luego se reunía todos los integrantes de la familia para contar historias, sobre los seres macabros que deambulaban en Ibarra durante la noche.

Las calles a esa hora se quedaban solitarias, sumidas por una tenue luz que venía de las lámparas de aceite y de los faroles. En las casas, las ventanas también brillaban débilmente por la luz de las velas. Un ambiente propicio para las conversaciones que eran los únicos sonidos que rompían el silencio del exterior. Un entorno donde la imaginación volaba y los relatos fluían con fruición.

Hablaban, por ejemplo, del “duende” que habitaba en las quebradas hondas y en las casas abandonadas. También, de los fantasmas que deambulaban por las carreteras y calles. Igualmente, de las viudas vestidas de blanco y de negro que se aparecían a los hombres trasnochadores. Asimismo, del carbunco o “perro del diablo” que recorría vías y caminos solitarios. Pero había un personaje que les parecía el más aterrador de todos: “La caja ronca”.

“La caja ronca” era una procesión fúnebre, un cortejo conformado por espíritus que no habían encontrado la paz en la otra vida. Vagaban por caminos solitarios y despoblados del pueblo. Los espectros que formaban parte de esta procesión eran figuras altas y sombrías, envueltas en capuchas que cubrían completamente sus rostros, dándoles una apariencia aún más siniestra. En sus manos llevaban un cirio encendido, cuya luz vacilante apenas iluminaba el camino.

Un elemento característico de esta marcha era el sonido de las largas y pesadas cadenas que arrastraban los espíritus, cuyo sonido metálico resonaba en la noche de forma terrorífica, alertando a los ciudadanos que el desfile estaba cerca. El aire entonces se hacía pesado y un silencio aún mayor cubría todo el lugar. Nadie se atrevía a salir de la casa, aunque se cuenta que algunos curiosos sí desafiaron su propio miedo y miraron tras la ventana el paso del cortejo fúnebre. 

Algunos ibarreños cuentan que nadie debía encontrarse con esta procesión lúgubre, pero si por alguna razón estaban fuera de casa y tropezaban con “La caja ronca” debían apartarse del camino, rezar en silencio y no mirar a ninguno de los espíritus, peor dirigirles la palabra porque una mirada o una frase equivocada podría ser mortal y tener consecuencias inimaginables.

“La caja ronca” ha pasado de generación en generación en el imaginario colectivo del pueblo ibarreño. Es una historia que causa escalofrío y a la vez, entretiene. Una leyenda que fortalece la identidad cultural, creando un sentido de pertenencia entre las distintas generaciones.

Publicación realizada para Diario El Norte
Junio 23, 2024 

 

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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