Durante más de cuatro décadas dedicadas a la recopilación de leyendas ecuatorianas, he escuchado relatos donde el misterio se filtra como neblina entre lo real y lo imaginario. Entre ellos, los que hablan de túneles y cuevas parecen guardar un secreto antiguo, como si la tierra escondiera su memoria bajo capas de sombra.

Dicen que en esos lugares el aire se espesa, el silencio pesa y la luz duda antes de entrar. No hay solo piedra y raíces, sino algo vivo que escucha.

Una de esas historias me fue contada por dos de mis alumnas, Génesis Carolina Arias y Gabriela Estefanía Amores, quienes la oyeron de don Nelson Bolívar Arias Tapia, en enero de 2018.

Así, de voz en voz, la historia ha cruzado generaciones en la parroquia de San Antonio de Aláquez, un rincón de Latacunga donde los eucaliptos murmuran al viento y la montaña guarda su propio silencio.

Cuentan los mayores que, en tiempos antiguos, un túnel atravesaba las entrañas del cerro, uniendo el barrio Colaya con el parque central.

Nadie sabía quién lo había construido ni con qué propósito.

Solo sabían que existía y que era peligroso.

De día, la entrada parecía inofensiva: un hueco oscuro entre raíces y piedras.

Pero al caer la tarde, un aire helado emergía de su interior, cargado de un olor terroso que helaba la sangre.

Los perros se erizaban y aullaban sin razón; los niños, temerarios por naturaleza, se acercaban hasta donde la luz lo permitía y luego corrían de vuelta, sintiendo en la espalda un soplo invisible.

Decían los abuelos que quien llegara al final del túnel encontraría mazorcas de oro, tesoros antiguos ocultos por los guardianes de la montaña.

Pero nadie había regresado de allí.

Hasta que un día, un hombre del pueblo decidió desafiar la advertencia.

Llevaba una lámpara de queroseno y un machete al cinto.

—Regresaré con el oro —dijo, antes de desaparecer entre la maleza.

Entró sin mirar atrás.

Al principio, la luz de la lámpara iluminó las paredes húmedas; luego, el humo comenzó a espesarse y el eco de sus pasos se multiplicó, como si alguien —o algo— lo siguiera desde las sombras.

Avanzó.

Se inclinó.

Respiró con dificultad.


Las piedras goteaban y cada sonido se amplificaba hasta volverse insoportable.

Nadie volvió a verlo.

Solo cuentan que, esa noche, la montaña tembló levemente y el aire del pueblo olía a hierro y a tierra mojada.

Con el tiempo, el túnel fue tragado por la naturaleza.

Las raíces de los eucaliptos lo cubrieron, las hojas lo enterraron y su entrada se volvió casi invisible.

Pero en las noches frías —cuando el viento sopla desde la quebrada— algunos juran escuchar un murmullo que sube desde las profundidades, como si el túnel aún respirara o llamara a alguien más.

Dicen los ancianos que “el oro de la montaña no se busca con codicia, sino con respeto”, pues toda riqueza guardada por la tierra tiene un dueño antiguo que no olvida.

Porque no todo misterio está hecho para ser revelado, ni toda riqueza para ser hallada.

Hay puertas que se abren solo una vez y túneles que jamás devuelven a nadie.

Y todavía, cuando algún campesino cava demasiado cerca del cerro, los viejos murmuran:

“Cuidado, que las mazorcas de oro no perdonan la codicia”.

 

Dorys Rueda, Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador, 2023.

 
 
Informante:
Nelson Bolívar Arias Tapia nació en la Parroquia de Aláquez, el 03 de abril de 1968. Sus estudios primarios los realizó en la escuela Isidro Ayora y su bachillerato, en el colegio Ramón Barba Naranjo (Latacunga). Hoy en día, es padre de familia y se dedica al comercio.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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