A lo largo de más de cuatro décadas dedicadas a la recopilación e investigación de las leyendas de Ecuador, he tenido la fortuna de encontrar relatos únicos y enigmáticos que han dejado una profunda huella en mi experiencia lectora. Entre estos, destacan especialmente las historias relacionadas con túneles y cuevas. Estas narraciones, envueltas en misterio y simbolismo, crean una atmósfera de incertidumbre y asombro que cautiva a quienes las escuchan. No solo alimentan la imaginación, sino que también nos conectan con nuestros miedos ancestrales y nuestra fascinación por lo oculto, por aquello que no podemos ver, pero que sentimos en lo más profundo de nuestro ser.
En muchas de estas leyendas se evocan temas recurrentes como tesoros perdidos, portales hacia otros mundos o entidades sobrenaturales que custodian los secretos que la tierra guarda celosamente. Son historias que nos transportan a un espacio donde lo real y lo fantástico se entrelazan de manera natural. Al sumergirse en ellas, uno se adentra en un universo donde los límites de la realidad se desvanecen y los túneles o cuevas se convierten en símbolos de la búsqueda interior, del deseo de descubrir lo inexplorado. Estos relatos han perdurado a lo largo del tiempo precisamente por su capacidad de evocar lo inexplicable y alimentar la curiosidad de quienes las escuchan. Con cada nueva generación que los transmite, las leyendas se enriquecen con nuevas interpretaciones, añadiendo capas de significado que las mantienen siempre vivas. Así, continúan despertando el interés por lo desconocido, por aquello que va más allá de nuestra comprensión, perpetuando su magnetismo con el paso de los años.
Una de estas fascinantes narraciones me fue relatada por dos de mis alumnas: Génesis Carolina Arias y Gabriela Estefanía Amores, quienes a su vez la escucharon de don Nelson Bolívar Arias Tapia, en enero de 2018. La leyenda tiene lugar en San Antonio de Aláquez, una parroquia rural del cantón Latacunga, donde los ancianos han transmitido esta historia de generación en generación.
En tiempos antiguos, un túnel atravesaba las profundidades de una majestuosa montaña rodeada de eucaliptos, extendiéndose desde el barrio Colaya hasta el parque central de la parroquia. Esta apertura subterránea despertaba la curiosidad de los habitantes, especialmente de los niños, que, con su espíritu intrépido, se acercaban a la entrada, ansiosos por descubrir qué misterios aguardaban en su interior.
Pese a la audacia de muchos, nadie lograba recorrerlo completamente. El túnel, envuelto en una oscuridad abrumadora y un aire pesado que dificultaba la respiración, rápidamente se volvía intransitable, obligando a los aventureros a regresar antes de llegar a la mitad. Los pobladores susurraban que aquellos lo suficientemente valientes como para alcanzar el final encontrarían un tesoro: “mazorcas de oro”. Este rumor atrajo a numerosos curiosos, pero el miedo a lo desconocido siempre prevalecía y todos abandonaban la búsqueda antes de poder corroborar la existencia del tesoro.
Un día, un hombre del lugar, cansado de los rumores y deseoso de comprobar la verdad, decidió que él sería quien desentrañara el misterio del túnel. Armado de valor, se adentró en la oscura galería. Al principio, el pasaje parecía transitable, pero a medida que avanzaba, el aire se tornaba más espeso y las paredes comenzaban a cerrarse a su alrededor. Pronto, se vio obligado a continuar de rodillas, aplastado por el estrechamiento del túnel. Su respiración se tornaba pesada y el silencio opresivo solo acentuaba su creciente sensación de claustrofobia.
Los rumores decían que quienes se adentraban demasiado en el túnel no eran víctimas del azar, sino que desaparecían bajo el influjo de fuerzas sobrenaturales que guardaban celosamente los secretos de la montaña. El hombre nunca regresó, y su desaparición se convirtió en un enigma que inquietó profundamente a los habitantes de Aláquez. Algunos formaron equipos de búsqueda, pero ninguno se atrevió a adentrarse demasiado en el túnel, pues el miedo los obligaba a retroceder antes de llegar a las profundidades.
Con el paso de los años, la entrada del túnel fue poco a poco consumida por la naturaleza. La vegetación y los árboles crecieron salvajemente a su alrededor, ocultando casi por completo su acceso. Hoy en día, algunos ancianos afirman que, en las noches frías y silenciosas, se escuchan susurros provenientes del interior, como si el túnel llamara a nuevas almas dispuestas a enfrentarse a sus secretos. Sin embargo, hasta el día de hoy, nadie ha tenido el coraje de seguir los pasos del hombre que, en busca de fortuna, desapareció para siempre en las profundidades.
La enseñanza es clara: la ambición desmedida puede hacernos perder de vista lo más valioso en la vida. No todo misterio está destinado a ser desvelado, ni toda fortuna justifica el riesgo. A veces, lo que buscamos en las sombras puede consumirnos para siempre, recordándonos que la verdadera riqueza radica en la prudencia y en saber cuándo detenerse.