Por: Franklin Barriga López
Eran los días del capulí en fruto. La naturaleza expelía un vaho de sementera repleta de maíz, la planta apetecida como bendición divina. Las longas relucían sus encantos en espera del mancebo que habría de acompañarles para siempre. Todo indicaba paz benigna: labraban la tierra con efusión gigante, conmemoraban sus fiestas en celebraciones espontáneas y llenas de esplendor, el alero de sus chozas eran el recuerdo de sus mayores, pastoreaban emociones en el predio de la holganza, y la paz, la imponderable paz iluminaba estos territorios satisfaciendo voluntades y aumentando quereres.
Él se llamaba Caripac, guerrero de estirpe secular y brava. Ella, Llaqui, una hembra con la atracción de la tibieza. Sencillamente se amaron con la pasión de la juventud que aflora jardines en desiertos, en las rumorosas riberas de las acequias andinas, al pie de exuberantes y frescos árboles pequeños que impulsaban ternuras, en los montes donde parecía acompañarles voces que entonaban epitalamios, entre el viento de las cordilleras que llevaba el ánimo…
¡En un abrazo comprendían la exactitud de la vida!
Siguieron mañanas y tardes, mediodías y noches, sirviendo de marco al idilio más blando que un suspiro, más nítido que el aire portador de polen…
El tiempo no tenía prisa, era la imagen de un anciano bueno que parecía sonreír al contemplarles. Ambos se sentían uno. La caricia prendía mayores acercamientos entre sí mientras la naturaleza llovía silencios de alegría. Pasión inextinguible y profunda cobijó a Caripac y Llaqui que mirábanse reverentemente y callados comprendían cómo se iluminaban sus pupilas pregonadoras del afecto indecible que, en especial, en los ocasos, hacíales meditativos, como queriendo arrancar una incógnita a la tristeza inexplicable que, en veces, sentían. Hablaba el amor con su vocablo más robusto. Fueron aquellos días en que el espíritu se siente parte misma de la naturaleza, desbordando frescuras que ahogan cansancios. Los dos atravesaban la época que no diferencia las ilusiones de la acechante realidad; estaban envueltos con el manto del cariño que prende hogueras en las más intrincadas sombras y hace llover en los más demacrados y extensos territorios. Caripac y Llaqui empezaban a configurar el futuro con sonrisa que no se secaba.
Pero… -¡el maldito pero!-, después… se ennegreció el cielo…
Intranquilidad por todo lado, preparativos. Los hombres tenían que ir, tenían que detener la oleada de rostros fieros que se perfilaban amenazantes.
Junto a muchos de los suyos, en breve Caripac partió.
Quedaron en el poblado tendido bajo el cielo de Los Andes y entre un aire dulce, el lamento, la espera, el desasosiego, corporizados en mujeres, niños y ancianos, que quemaban por las noches maderas de añoranza en el altar de la expectación.
Los días se sucedieron en monotonía hiriente.
Una nueva cosecha de maíz estaba lista.
Luego del paso de incontables lunas, regresaron los guerreros. No vino Caripac, estaba muerto; más allá de los montes, más abajo del horizonte nevado, al Sur, había caído combatiendo con el denuedo de su raza cuando se enfurece.
Mientras tanto Llaqui que le esperaba con el ansia sólo suya, de repente, brillándole en forma extraña las pupilas, derramando alaridos que repercutían en los montes, se alejó por ellos, perdiéndose en la distancia que la devoró.
Leyendas y Tradiciones de Cotopaxi