Por: Wilson Tapia Tamayo
Regresaba de la capital a mi pueblo natal Bolívar a disfrutar de unas merecidas vacaciones de fin de año escolar, una vez aprobado con éxito el quinto año de secundaria.
Debido a un daño mecánico, el carro en el que viajábamos debió hacer varias paradas forzadas para que el conductor y su ayudante realicen arreglos necesarios del vetusto automotor.
Al fin, llegamos a Bolívar, aún se respiraba un ambiente húmedo, ya que la noche y día anterior había llovida abundantemente.
Serían alrededor de las 02h00 de la mañana de aquel viernes de julio, mi pueblo lucía solitario y un tanto tenebroso, la neblina era espesa y faltaba el alumbrado público, ya en ese entonces estaban tendiendo las nueves redes eléctricas, para reemplazar el deficiente servicio energético que ofrecía una vieja planta de luz con que contaba la parroquia en esa época.
Recordaba con gracia aquella oportuna frase que en una reunión de amigos dijera a mi tío Elías, “Sin lugar a dudas mi pueblo es hermoso, lástima que lo han abandonado”.
Con el cuerpo estropeado después de casi nueve horas de viaje, medio dormido todavía, me encontraba solo junto a mi equipaje en medio de la oscuridad reinante; una madera grande de cuero, una maleta pequeña de mano y una caja de cartón constituía mi vajilla.
No quedaba más remedio que cargar las cosas y tratar de llegar a la añorada casa paterna que se encontraba a varias cuadras del centro de la población.
Con bastante incomodidad avanzaba guiado por el resplandor intermitente de las luciérnagas y por algunas casas del sector.
En uno de los tantos descansos que hice después de pasar el cementerio, me pareció ver a cierta distancia un bulto blanco, una descarga eléctrica escalofriante recorrió mi cuerpo, sentí que mi cabello se erizaba; muchas veces había trajinado de noche y jamás había tenido miedo; pero esta vez, la situación era distinta.
Por lo que pueda suceder puse las maletas al margen del camino y armándome de valor procuré avanzar con bastante sigilo hacia el extraño fenómeno. El bulto seguía allí, me aproximé más y pude ver con mucha sorpresa que esa cosa rara me llamaba, ¡híjole!, la situación cada vez era más difícil, ya no sólo daba miedo sino… que sentía también angustia, sudaba frío, las piernas me temblaban.
Después de rezar unos cuantos Padre Nuestros y unas tantas avemarías, procuré acercarme dos, tres pasos más, pero esta vez lo hice arrimándome a la zanja.
Tanto me aproximé que al fin pude descubrir que ese temido bulto se trataba de un caballo blanco que pastaba las patas metidas delanteras dentro de una acequia y mientas comía, agitaba su cola; a cierta distancia parecía como que alguien me llamaba.
Lleno de coraje por el mal momento que me hiciera pasar el cuadrúpedo, tomé una buena piedra que encontré y con todas las fuerzas lancé al cuerpo del animal.
Al cabo de casi una hora de tensión, pude respirar tranquilo; de inmediato regresé por mis cosas para avanzar a la casa.
Mi día se completó porque al llegar a la última vuelta, en tiempos de invierno se formaba un gran charco a lo ancho del camino.
En realidad como suponía, el pequeño lago ahí estaba, no había más remedio que buscar la forma de pasarlo, entonces decidí poner a prueba mis escasas aptitudes deportivas, tomé la maleta grande, coloqué sobre mi cabeza, retrocedí varios pasos con el afán de tomar viada y salté con fuerza, lógicamente había calculado mal, porque caí sentado, justo en el centro del charco, me incorporé con gran dificultad y no me quedó otra alternativa que hacer dos viajes con mis cachivaches caminando por el agua.
Leyendas, Tradiciones, Relatos, Anécdotas, Variedades del Ecuador, Ministerio de Educación y Cultura, 2004.
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