
Esta leyenda fue contada por Laura Girón, Jordy Yunga, Juan Cajas a su profesor Óscar Ruiz, quien a su vez me la contó a mí en junio de 2025.
En el cantón El Tambo, ubicado en la provincia de Cañar, Ecuador, se encontraba una pequeña comunidad rodeada de montañas y valles. Allí, vivía el espíritu de un joven llamado Vinicio, quien, tras su trágica muerte, jamás dejó de resonar en los rincones más remotos de la región.
Vinicio había nacido en una familia profundamente unida por su amor a la música. Su madre, Angélica, era cantante y su padre, Abelardo, un hábil guitarrista. Juntos formaban una de las familias más queridas del cantón. Sin embargo, todo cambió el día en que la tragedia golpeó a la familia. Angélica, quien se dirigía a un espectáculo, sufrió un infarto en el camino. La muerte de su madre dejó un vacío irreparable en Vinicio, quien solo tenía diecisiete años.
Abelardo, devastado por la pérdida de su amada esposa, comenzó a sentirse responsable de su partida. En su dolor, se aferró a una creencia absurda: si no hubiese permitido que su esposa trabajara como cantante, ella estaría viva. La culpa lo cegó y, en su desesperación, comenzó a ver en la música un mal presagio. A partir de ese momento, prohibió a Vinicio cualquier contacto con la música, exigiéndole que dejara de tocar su flauta, su instrumento favorito.
Pero Vinicio no pudo abandonar su pasión, pues la música era su refugio, su manera de sanar el dolor. Así, en secreto, se escondía en una cueva en el bosque, donde tocaba la flauta que su madre le había regalado. En las tardes de otoño, cuando el viento soplaba con fuerza, su melodía parecía mezclarse con el murmullo de la naturaleza, creando una armonía tan profunda que quienes se aventuraban cerca podían sentir la presencia de algo más, algo más allá de la música.
Un día, Abelardo descubrió que su hijo no había abandonado su amor por la música y, enfurecido por su desobediencia, fue a buscarlo. Cuando lo encontró en la cueva, tocando su flauta con una alegría que no podía ocultar, la ira lo desbordó. En un impulso de furia, Abelardo comenzó a golpear a Vinicio, sin medir las consecuencias de su violencia, lo que culminó en la muerte del joven. Cuando Abelardo se dio cuenta de lo que había hecho, su arrepentimiento fue tan grande que, atormentado por la culpa, nunca volvió a ser el mismo.
El espíritu de Vinicio, sin embargo, no encontró paz. Su canto, ahora impregnado de tristeza y dolor, se convirtió en una melodía eterna que resonaba en el viento.
Poco tiempo después, un joven músico llamado Gabriel se mudó al pueblo, atraído por las historias que hablaban del misterioso canto que resonaba en las noches. Decidido a descubrir el origen de la melodía, Gabriel se adentró en el bosque, guiado por el sonido que parecía llamarlo hacia la cueva. Al llegar, encontró la flauta de Vinicio, cubierta de musgo y olvido, pero aún capaz de emitir un débil susurro cuando el viento pasaba a través de sus agujeros.
Gabriel tomó la flauta en sus manos y, al tocarla, la melodía de Vinicio revivió, llenando el aire con una música etérea, como si el mismo espíritu del joven músico hablara a través de ella. Sin embargo, algo extraño ocurrió. El canto dejó de ser placentero. La melodía se tornó más sombría y una sensación de frío y soledad invadió a Gabriel. Se sintió débil, como si la melodía misma estuviera drenando su energía vital. Con el alma atormentada, abandonó la cueva, pero no pudo escapar del hechizo que la flauta parecía haber lanzado sobre él.
Tres días después, Gabriel falleció, aparentemente por causas desconocidas. Su muerte se unió a las muchas leyendas que ya rondaban la tragedia de Vinicio. La gente del pueblo, temerosa de que el canto de Vinicio los alcanzara, evitó acercarse al bosque y a la cueva. Desde entonces, el viento dejó de cantar la melodía, pero quienes habían oído sus notas no podían olvidar la profunda tristeza que traían consigo.