Por: Edgar Allan García
(Ingapirca-Cañar)

A la voz del Carnaval.

Todo el mundo se levanta,

Todo el mundo se levanta,

¡Qué bonito es Carnaval!

 

¿Has escuchado alguna vez esta copla? ¿Cómo? No te escucho. Es que estoy lejos. Lejísimos. Al otro lado de los cerros, en el camino invisible que va de lo seco a lo mojado. ¿Entiendes? ¿No? Bueno, no importa, te lo voy a explicar despacito: mucho antes de que los osos tuvieran anteojos, yo era un espíritu muy respetado en estas tierras, ¿sabes? Tan pronto los dioses soplaban para traer las lluvias de febrero, la gente que había preparado la tierra para ese momento se ponía feliz, era la señal de que había llegado el tiempo de la siembra. Desde los viejos hasta los niños se ponían en movimiento para sembrar el maicito sagrado, la papita sagrada, el camotito sagrado….. porque todo era sagrado. ¡Todo!

Yo me ponía entonces mi tocado de plumas de Guamán, mis zamarros de piel de oso dorado y mi cushma con un sol bordado en el pecho, tomaba luego mi pingullo de hueso de cóndor y mi tambor de oro para acompañarme a lo largo del camino. Por si acaso me saliera al paso un espíritu de la oscuridad, llevaba conmigo mi huaraca y otra piedra redonda como la luna llena en el cinto de cuero, y para mis amigos humanos, una bolsa de golosinas; uvillas para chupar, charqui para mascar y choclo mishqui para relamerse. Yo iba nomás por esos caminos invisibles que van de la Tierra de Arriba a la Tierra de Abajo, tocando mi tambor y mi pingullo, seguido de cerca por el temible Yarcay.

Cuando me escuchaban venir, salían a recibirme al camino; ya llegaste, generoso Apu, decían, ya viniste, querido enviado de los dioses. La gente corría a sacar los pondos de chicha para calmar mi sed, y volaban a asar los cuyes, a servir las caucaras y adobar la carne de llamingo tierno para que comiera hasta hartarme. Ellos sabían que, si yo comía, bebía, cantaba y bailaba con mis anfitriones, era señal de que habría abundantes lluvias, pocas heladas y buena cosecha para todos. Pero si me trataban mal, si no me daban todo lo que mi presencia merecía, yo me iba en silencio hacia otro ayllu. En esos casos -pocos den verdad-, se hacía cargo de la situación mi compañero de camino, el temible Yarcay: con el solo chasquido de su látigo, convocaba las futuras granizadas, sequías, heladas, pestes, inundaciones y vientos huracanados para los pobres sembríos.

Yo seguía caminando en medio de la algarabía general, mientras los churos sonaban con voz de viento y tronaban las primeras nubes de febrero y las sementeras se alegraban con mi paso y las semillas vibraban bajo la tierra y los cóndores miraban, desde arriba, el bullicio de la fiesta que se regaba por valles, laderas, pueblos y montañas.

Luego…bueno, luego todo cambió. Un atardecer llegaron los conquistadores españoles y, desde entonces, todo lo que tenía que ver con indios se convirtió, según ello, en cosas del demonio. De mi compañero, el venerado Urcu Yaya, el padre del Cerro, dijeron que era un ser malvado del que había que escapar, a mi hermano el Cuichi, el maravilloso Arco Iris, lo convirtieron en algo peligroso al que había que tener miedo; las Huacas donde mis amigos enterraban a sus amados muertos, fueron declarados lugares malditos; y en medio de la confusión, mi nombre se transformó; me bautizaron Taita Carnaval que trajeron los conquistadores blancos.

Taita Carnaval, ya no Apu, ni Arariwua, ni siquiera Amauta… No importa el nombre, me dije; se ve que, en el fondo, no me olvidaron. Sin embargo, ya no volví a cantar y bailar por los caminos; eran hombres disfrazados de mí quienes interpretaban el papel que tanto me gustaba realizar. En lugar de zamarros de piel de oso dorado, ahora llevaban pantalones con cuero, de chivo, y en vez del tocado de plumas de gavilán, un sombrero de ala ancha, fabricado con cuero de vaca. Muerto de nostalgia, los he mirado bailar y cantar por los caminos, alegre por ellos, por mí, por los dioses de la lluvia que no han dejado de pastorear las nubes para las buenas cosechas.

Son otros tiempos, ¿sabes? En carnaval, la gente de la ciudad prefiere lanzarse agua y harina, en lugar de preocuparse por la siembra. O se van de vacaciones lo más lejos posible. No los culpo, han crecido en medio del cemento y el vidrio. No se ama la tierra porque alguien lo ordene; ese amor nacerá cuando olfatees su humedad reciente, cuando veas brotar la semilla que sembraste, cuando te abraces a un árbol para oír cómo canta por dentro, cuando te dejes bañar a campo abierto por la lluvia o te purifiques en una cascada sagrada.

Pero no todo es tristeza para mí; en esos hombres disfrazados de Taita Carnaval, que aún recorren los campos andinos en febrero, todavía canta y baila mi espíritu, todavía a su paso se alegran las sementeras y vibran las semillas bajo la tierra. Soy el pingullo y el tambor, soy el churo y los voladores que estallan en el cielo, porque sigo vivo en el alma de mi pueblo, y con cada uno canto.

 

A la voz del Carnaval.

Todo el mundo se levanta,

Todo el mundo se levanta,

¡Qué bonito es Carnaval!

 Historias espectrales, Grupo Santillana Ecuador, 2006.

Portada:
Cortesía: Diario El tiempo (Cuenca)

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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