Una tarde de verano, cuando el sol pintaba el cielo de colores, un grupo de tres amigos: Kevin, Jairo y Jefferson, recostados sobre el césped del parque, decidieron averiguar si la historia contada por el abuelito de Jefferson era cierta, si era verdad que una mujer vestida de blanco con una cabellera larga que ocultaba su rostro deambulaba por la zona.
A las nueve de la noche, se reunieron en la última calle del pueblo, llevando linternas en la mano, acompañados de sus fieles perros que les daban valor. Estaban seguros de que serían los primeros en desentrañar el aterrador misterio.
Ingresaron lentamente por el sendero, rumbo a la planta de tratamiento de agua, pero la noche no les favorecía en absoluto, pues un manto oscuro cubría cada paso que daban. Lo único que les daba valor eran los faros de luz que marcaban el camino y el ladrido de sus fieles mascotas.
Cuando cruzaron cerca de la malla de ingreso a las instalaciones, las luces de los faros comenzaron a parpadear, como si les avisaran de un inminente peligro, pero en ese momento ninguno de ellos se preocupó.
Pasado algún tiempo y al no ocurrir nada interesante, cada uno decidió ir por lugares diferentes. Kevin se fue a la izquierda, Jairo a la derecha y Jefferson se quedó cerca del faro.
De un momento a otro, todo comenzó a cambiar, el ambiente se volvió pesado y Jefferson tuvo problemas para respirar. Sintió como si alguien lo estaba observando, con una mirada que le atravesaba el alma. Al mismo tiempo, escuchó que alguien le llamaba desde el fondo de la quebrada. Después, vio a lo lejos cómo una figura vestida de negro se le aproximaba, lentamente. Fue entonces que empezó a gritar pidiendo auxilio.
Como nadie acudía en su ayuda, se armó de valor y fue en busca de Jairo. Cuando lo encontró, este le dijo que también había visto a un hombre vestido de negro que caminaba alrededor del faro, era grande y entre la oscuridad lo saludó.
Ambos amigos fueron por Kevin y le contaron lo que les había sucedido, pero este no les creyó. En ese instante, los faros empezaron nuevamente a parpadear y los perros empezaron a ladrar con más fuerza, como si alguien estuviera cerca de ellos.
El pánico se apoderó de los tres jóvenes que soltaron lo que tenían en sus manos y salieron corriendo despavoridos, mientras la niebla comenzaba a extenderse sobre el lugar.
Cuando cruzaron la cerca, Jairo miró hacia atrás y al hacerlo, observó, no a la mujer vestida de blanco a quien habían ido a buscar, sino a un enorme hombre vestido de negro, con unos ojos que brillaban entre la sombra.