Cuentan los viejos comerciantes que, en los tiempos en que las carreteras eran de tierra y el frío mordía las madrugadas, había que salir de Quito a la medianoche para llegar al mercado de Otavalo a tiempo para abrir los puestos.

Era en las famosas vueltas de Otón, entre la neblina espesa, donde ocurría lo imposible. Los conductores veían a un hombre caminando en medio de la carretera. Al principio parecía un viajero más, alguien madrugador como ellos; pero al acercarse, el espanto se hacía evidente: sus pies no tocaban el suelo. Era una sombra humana, flotando en silencio, inmóvil ante las luces de los faros.

Quienes lo veían llegaban a la ciudad pálidos, con el pulso acelerado y pasaban la mañana entera repitiendo la historia. Contarla era como dejar el miedo en la boca de otro, como si al nombrarlo pudieran librarse de él.

Pero los tiempos cambiaron. La vieja carretera de tierra es hoy una calzada de asfalto por donde rugen tráileres, buses y taxis. Las curvas de Otón ya no están cubiertas de neblina ni de sombras y el fantasma ha dejado de asustar. Sin embargo, lo que hoy espanta es mucho más real.

La inseguridad se ha convertido en la nueva presencia de la noche y de la madrugada. En la Panamericana, muchos delincuentes colocan piedras y troncos para obligar a los autos a detenerse en plena oscuridad. Solo entonces, de la nada, aparecen las motos, se acercan a los camiones y los rodean. Más de un chofer ha tenido que acelerar y esquivar los obstáculos para salvarse. Los viajeros ya no temen ver un espectro en el retrovisor, sino algo peor: dos hombres con casco y armas en mano, esperando en la curva.

En Otavalo la historia no es distinta: la delincuencia parece estar en todas partes, acechando en las esquinas y esperando la oportunidad de atacar. Ya no basta con rezar ni con cambiar de ruta: la gente quiere volver a sentirse segura.

Por eso, cuando la Policía de Otavalo anunció que habían reclutado al “Caminante que Flotaba”, nadie se rió. Al contrario: la noticia fue recibida con aplausos. Era como si la vieja leyenda hubiera regresado, esta vez para ponerse de nuestro lado, vigilando la carretera y las calles de la ciudad.

El día de su llegada a la Escuela de Formación quedó grabado en la memoria de todos. Los reclutas se detuvieron en seco al verlo atravesar la puerta principal sin tocar el suelo, avanzando en silencio, como si siempre hubiera pertenecido a ese lugar. El aire del patio se volvió solemne y hasta las risas nerviosas se apagaron. La presencia del visitante imponía respeto.

El papeleo fue otro capítulo memorable. Nadie sabía en qué casilla anotar su estado civil ni su lugar de residencia. La discusión se alargó hasta que alguien trajo un tintero especial —la célebre tinta invisible de la jefatura— y el contrato se firmó en un acto que tuvo más de ritual que de simple trámite. Así, el Caminante fue admitido oficialmente como cadete.

Su entrenamiento fue tan extraordinario como él. clases de orden y disciplina se convirtieron en un espectáculo: en lugar de marchar, flotaba en perfecta línea recta y, cuando llegaba el momento de saludar, giraba lentamente en el aire, dejando a sus compañeros desorientados y a los instructores con la boca abierta.

En las prácticas de control, su grito era el plato fuerte. El eco rebotaba en las paredes y ponía la piel de gallina a todo el pelotón. Los instructores, que al inicio intentaban corregirle la postura con palmadas en el hombro, pronto aprendieron a darle indicaciones desde lejos: sus manos lo atravesaban como si fuera humo y aquello no dejaba de erizarles el vello de los brazos.

No faltaron las sesiones con psicólogos. En una sala blanca, iluminada por lámparas frías, el Caminante aprendió a “dosificar el miedo”. Los especialistas le mostraban fotos y videos de reacciones humanas para calibrar la intensidad de su presencia: un susto leve para espantar a los curiosos, uno medio para detener a un infractor y uno mayor —reservado para los criminales— capaz de dejar a cualquiera clavado en el sitio.

Cuando llegó el día de la graduación, la ciudad entera parecía contener el aliento. En la Plaza Cívica —donde alguna vez funcionó el Mercado 24 de Mayo— se levantó una tarima, como en las Fiestas del Yamor.

Desde muy temprano, las familias ocuparon cada rincón; los comerciantes bajaron las puertas de sus locales y hasta los músicos callejeros dejaron de tocar. La plaza entera contenía el aliento, lista para ver cómo el “Caminante que Flotaba” dejaba atrás las sombras de la carretera para convertirse en el primer cadete espectral que juraría lealtad a la ciudad y al país.

Cuando comenzó a sonar el himno de Otavalo, el murmullo se apagó por completo. Desde el extremo de la plaza apareció el Caminante, avanzando, flotando despacio. Los niños, que unos minutos antes corrían y reían, se quedaron quietos, como hipnotizados.

Llegó a la tarima y, sin tocar el suelo, recibió su placa. La sostuvo en el aire, suspendida como si colgara de hilos invisibles. Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado: dos nuevos espectros hicieron su aparición.

Primero apareció el fantasma del Hospital San Luis, con su bata flotando en el aire como si aún recorriera, paciente y silencioso, los pasillos del viejo hospital. Tras él avanzó el Fantasma de la Plaza Cívica, el mítico guardián del lugar, famoso por su gusto por Shakespeare.

Los dos se alinearon junto al graduado, formando un cuadro de honor. El público, entre asustado y maravillado, contuvo el aliento unos segundos y luego estalló en una ovación que se escuchó hasta las últimas calles de la ciudad.  Otavalo había graduado a su primer policía fantasma.

La ciudad se acostumbró rápido a su nuevo agente espectral. Cada noche, el “Caminante que Flotaba” salía de la comandancia en silencio y comenzaba su ronda. No hacía ruido: su sombra se deslizaba por las calles y carreteras como un faro en movimiento, iluminando con su sola presencia los rincones más oscuros.

Los delincuentes pronto aprendieron a temerle. Bastaba con que alguien intentara meter la mano en un bolso para que el aire se enfriara de golpe y una sombra gigantesca se dibujara en la pared más cercana. Al girar, el infractor encontraba al caminante suspendido en el aire, mirándolo sin rostro.

Si el susto no bastaba, el fantasma hacía levitar el objeto robado, lo devolvía a su dueño y, con un gesto lento e inapelable, señalaba la comandancia. Entonces ocurría la escena que toda la ciudad conocía: el ladrón, pálido y tembloroso, avanzaba cabizbajo por la calle mientras la silueta suspendida del Caminante lo escoltaba en silencio, como si fuera su propia conciencia empujándolo hasta la jefatura. No hacían falta esposas ni patrullero: el miedo era suficiente. Al llegar, el parte policial registraba con precisión: “Detenido por entrega voluntaria, bajo fuerte presión espectral”.

En las carreteras, su presencia era aún más temida. Cuando un grupo intentaba asaltar a un camión, todas las luces de la vía se apagaban al mismo tiempo. En medio de la oscuridad, el Caminante se materializaba en el centro de la calzada, brillando con un resplandor interno. Luego empezaba a flotar alrededor de los asaltantes, tan rápido que parecía dividirse en varios. Los delincuentes tiraban sus armas y salían huyendo.

Pronto su nombre se convirtió en sinónimo de justicia. Las familias se asomaban a las ventanas para verlo pasar, como si su ronda fuera un espectáculo nocturno y los niños lo esperaban en las esquinas con la certeza de que esa noche podrían dormir sin miedo. Los delincuentes, en tanto, murmuraban que preferían cruzarse con un patrullero de carne y hueso. Con los policías aún cabía la negociación. Con el fantasma, en cambio, no había pacto ni escapatoria.

 

 

 

 Dorys Rueda, Leyendas y magia de Otavalo, 2025.

Dorys Rueda

Otavalo, 1961

 

 

Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.

Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025) y Entre Versos y Líneas (2025).

Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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