En Otavalo vivía una mujer cuya curiosidad rozaba el nivel profesional: era capaz de detectar una discusión de pareja a media cuadra, distinguir quién lloraba en un funeral por auténtico dolor y quién por compromiso e incluso reconocer, sin margen de error, a los que se confesaban a gritos.

Una noche, mientras la ciudad dormía, escuchó cadenas y lamentos que no estaban en la agenda funeraria. Se asomó y vio una procesión fúnebre tan antigua que se estremeció. Preguntó quién había muerto y uno de los encapuchados le dio un cirio verde con la promesa de volver al día siguiente con el chisme completo.

Pero al amanecer, en vez del cirio, encontró una canilla de muerto. Casi se desmaya del susto. Corrió a la iglesia, donde el cura —que ya había visto cosas peores en las confesiones—, que la escuchó con calma y le recetó el remedio: reunir a doce niños bien recién bautizados y hacerlos llorar a medianoche.

Dicho y hecho: armó el círculo, aplicó pellizcos estratégicos y esperó. El espectro volvió, pero los llantos surtieron efecto. Antes de desvanecerse, soltó la advertencia:

—Te salvaste por las lágrimas de estos niños. Si no, te llevaba sin boleto de vuelta.

Desde entonces, la mujer cambió. Nunca más volvió a mirar por la ventana, ni siquiera para ver si llovía.

Con el paso del tiempo, todo cambió. En Otavalo ya no quedaban chismosas de ventana. Ahora usaban celular, Wi-Fi y un grupo de WhatsApp llamado “Las Viperinas del barrio”, donde circulaban audios más veloces que el viento y teorías más enredadas que telenovela turca. Ya no hacía falta asomarse: bastaba con un “¿supieron lo que le pasó al vecino de la casa verde?” para que la información estallara en cinco segundos, tres stickers, dos capturas de pantalla y un audio de siete minutos narrado con voz de intriga, silencios dramáticos y una música de fondo que alguien siempre le ponía “para que se sienta la tensión”.

Las murmuradoras habían evolucionado. Ahora eran digitales, inalámbricas y multitarea: podían freír empanadas con una mano, mandar audios con la otra y seguir un escándalo en tiempo real mientras colaban el café.

Los encapuchados de la Caja Ronca convocaron una reunión de emergencia bajo la niebla espesa de la Cascada de Peguche. La procesión, que durante siglos había provocado desmayos, arrepentimientos súbitos y rezos tan espontáneos como desesperados, atravesaba una grave crisis de identidad. Ya no asustaban como antes. Ni un grito, ni un tropiezo, ni siquiera un ¡Ave María purísima! El miedo andaba de capa caída.

—Esto es insostenible —gruñó el de la túnica más raída, golpeando su cirio contra una piedra musgosa—. ¡La última vez que salimos, una influencer nos grabó en vivo y puso filtros de orejitas!

—Y ni un alma desmayada —añadió otro, ofendido—. Solo comentarios tipo “qué performance más loca”, “parece una campaña de turismo”.

Otro espectro, visiblemente frustrado, intervino:

—Antes bastaba arrastrar una cadena, tocar el tambor y ponernos la capa negra. Era llegar, gemir y asustar. ¡Arte puro! Ahora, cuando nos ven pasar, algunos piensan que somos extras de una película.

Otro, con tono vanguardista, intervino mientras desdoblaba un boceto invisible:

—¡Compañeros! Si queremos recuperar nuestro impacto, hay que cambiar nuestra apariencia. Nuestras capas largas, sueltas y sin forma ya no causan terror. Propongo una línea más ceñida, con cortes modernos que estilicen nuestras figuras. Algo que diga ‘soy del más allá, pero cuido mi silueta’.”

Los murmullos de aprobación no se hicieron esperar y el espectro diseñador continuó:

—Sí, basta de estos hábitos que nos hacen parecer templarios desubicados, vampiros salidos de una película de terror, cortinas andantes o reliquias antiguas.

Otro espectro, que había hecho un curso online de Imagen y Protocolo para entidades paranormales, intervino con tono convencido:

—Apostemos por hábitos modernos, transpirables, que no se peguen con la neblina. ¿Qué tal tejidos inteligentes? Algo en mezcla de lino andino con neopreno. Y con bolsillos, por favor, que uno nunca sabe dónde guardar la canilla. 

—Y capuchas ergonómicas —interrumpió otro espectro mientras se sobaba el cuello—. Estas de ahora dan tortícolis. Necesitamos visibilidad 360, resistentes a la lluvia y con espacio para el audífono Bluetooth, por si nos invocan por Zoom.

El más joven de todos añadió:

—Podríamos incorporar códigos QR en las velas—. Que la gente escanee y lea: “Esta aparición fue patrocinada por el más allá”. Hay que estar a la altura del marketing moderno.

Acto seguido, propuso una nueva paleta cromática en tonos de negro, digna del inframundo contemporáneo: desde el sobrio ‘noche cerrada’, pasando por el elegante ‘carbón ceremonial’, el provocador ‘charol fúnebre’, el irreverente ‘ceniza con ego’, hasta llegar al audaz ‘tinta de cuervo con brillo lunar’. Oscuros, sí, pero con distinción.

Entonces, otro espectro, más excéntrico que temible, alzó la voz con entusiasmo y dijo:

—Hablemos de accesorios. Propongo bufandas etéreas tejidas con hilos de sombra, que ondeen solas incluso sin viento. Guantes con textura de neblina, para ese toque de misterio táctil, y un broche de luna en cuarto menguante, porque el detalle importa.

Desde una piedra musgosa, un espectro veterano añadió con aire práctico:

—Y un bolso de cadena, claro. No decorativo: funcional. Para guardar la canilla de repuesto, el cirio con wifi y el pañuelo de susto, por si hay llanto imprevisto.

Otro, con voz grave y estilo evidente, cerró el tema:

—Y gafas oscuras, porque un espectro con lentes tiene autoridad. Y si son reflectivas, mejor: el miedo siempre entra primero por los ojos.

Los encapuchados asintieron en silencio. Ya no eran simples almas en pena. Eran una marca. Con accesorios. 

Decidieron hacer su gran reaparición a las tres de la mañana. Ya no tenía sentido salir a medianoche, como en los viejos tiempos: a esa hora la ciudad estaba llena de gente comiendo hamburguesas, bailando en las discotecas y  grabando videos para TikTok. A las tres, en cambio, reinaba el silencio. Ideal para un desfile espectral con estilo.

La procesión partió desde la Cascada de Peguche con una coordinación impecable. Las capas, de caída artística, flotaban como si tuvieran entrenamiento en pasarela. Las bufandas de sombra ondeaban con una elegancia solemne y los tambores sonaban con ritmo contenido: entre lo fúnebre y lo sofisticado, como si marcaran el paso de un desfile de alta moda espectral.

Los drones, que ahora reemplazaban a las antiguas carrozas, transportaban la caja levitando entre luces tenues y bruma programada, mientras de fondo sonaban lamentos armónicos, diseñados para estremecer y espantar. Cada movimiento estaba medido. Cada giro, coreografiado. Esta vez, pensaban, el miedo regresará con presencia escénica.

Pero al pasar por una discoteca aún abierta, el plan cambió.

El sonido de las cadenas, los tambores y los susurros espectrales desató una reacción inmediata. La puerta de la discoteca se abrió de golpe y una multitud de jóvenes salió entusiasmada, convencida de que se trataba de una intervención artística o una comparsa alternativa.
En lugar de gritos de terror, estallaron los aplausos, los flashes de los celulares, las selfies grupales y un entusiasta comentario que se volvió viral:
—¡Bro, mira esos trajes… están épicos!

—Y caminan igualitos, loco. Como en desfile militar, pero elegantes.

Nadie huyó. Al contrario, se acercaban con una mezcla de respeto y curiosidad, estirando las manos para tocar las capas flotantes y preguntar, con sincera admiración, dónde se conseguían esas bufandas que se movían solas sin necesidad de viento. 

El más joven de los encapuchados, entre desconcertado y halagado, alcanzó a decir:

—No sé si esto sea asustar, pero definitivamente causa impresión.

A la mañana siguiente, los espectros volvieron a reunirse. Esta vez, no había quejas ni lamentos, solo reflexión y entusiasmo.

—Está claro —dijo el líder, ajustándose la bufanda de sombra—. El tiempo del susto pasó. Lo nuestro ahora es el estilo.

Así fue como decidieron reinventarse por completo. En lugar de seguir asustando, abrirían la primera tienda para vivos y muertos en Otavalo.

Sin hacer mucho alboroto —ni agitar el ectoplasma—, los encapuchados se inscribieron en un curso intensivo de corte, confección y tendencias de moda contemporánea. Las clases se dictaban por las noches, lo cual les venía perfecto. La maestra, una modista otavaleña de carácter firme y ojo afilado, jamás preguntó por qué sus alumnos no tenían sombra, pero sí exigía que las puntadas fueran rectas y los acabados impecables.

Aprendieron rápido. Tomaban medidas sin cinta métrica, flotando con precisión alrededor del cliente. Bordaban con hilo espectral, resistente al tiempo y al más allá, y manejaban la overlock con destreza, sin temor al ruido ni al plano material.

Uno se especializó en caídas de tela; otro, en mangas que ondulaban con intención poética; y el más veterano, en bastas tan ligeras que rozaban el aire pero nunca el suelo. Por primera vez en siglos, los espectros no arrastraban cadenas, sino sedas oscuras, tijeras encantadas y bobinas de hilo negro con brillo de luna nueva.

Con el conocimiento adquirido y las agujas en mano, los encapuchados se pusieron a trabajar con disciplina casi artesanal. Comenzaron a confeccionar las piezas que darían identidad y prestigio a su tienda. Su especialidad: capas, elaboradas en todos los matices concebibles del negro, desde el más sobrio hasta el más audaz. Cada una llevaba bordados personalizados —calaveras discretas, lunas estilizadas o iniciales góticas—, según el gusto y la procedencia del cliente, ya fuera de este mundo o del otro.

También ofrecían bufandas que flotaban solas, incluso en interiores sin una brisa que las moviera, y guantes de niebla prensada, ideales para tocar sin dejar rastro ni sospecha.

Pero, sin duda, la joya de la colección era el tambor con dron integrado: una fusión impecable entre la solemnidad de la tradición funeraria y la eficiencia de la tecnología espectral. Capaz de flotar en absoluto silencio sobre las calles, marcando el compás de cualquier procesión con ritmo grave y programado, sin necesidad de cables ni señal de Wi-Fi.

Además, confeccionaban trajes a medida para caballeros y vestidos para damas, todos trabajados exclusivamente en la sagrada paleta del negro. Cada prenda, diseñada con esmero y respeto, rendía homenaje a la herencia funeraria con una elegancia sobria y atemporal. Porque en esta tienda, la oscuridad no era señal de duelo,  era una declaración de estilo.

Cuando llegó el día del gran lanzamiento, la ciudad entera se debatía entre la expectativa de una aparición o un desfile. Y resultó ser ambas cosas. Bajo una luna exacta, a la medianoche, las puertas de la tienda se abrieron. El cartel flotante anunciaba con solemnidad:

Entre Telas y Tinieblas

Moda con alma

La inauguración fue todo un acontecimiento. Llegaron curiosos de todas partes: turistas con cámara en mano, vecinos intrigados, fantasmas de leyenda, ánimas errantes, una viuda distinguida de Quito, dos aparecidos de Guaranda y hasta la mismísima Llorona de Tumbaco, que pidió crédito a tres meses, sin intereses.

La prensa local no se quedó atrás. Acudieron periodistas de todas las emisoras de Otavalo, reporteros del Diario El Norte y un equipo completo de Sarance Visión TV para cubrir el evento en vivo. Entrevistaron tanto a vivos como a muertos con la misma naturalidad. 

Y así, la Caja Ronca, que durante siglos arrastró cadenas para sembrar miedo, pasó a ser el emprendimiento más innovador del inframundo local. Porque las leyendas, como la moda, también saben reinventarse.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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