Durante siglos, en las noches frías de Otavalo, hubo una criatura temida por todos los niños que desobedecían una advertencia ancestral: “El morocho de leche no se come después de las seis de la tarde”. Era una regla sagrada, tan firme como no silbar en la noche o no decir “diablo” en voz alta junto al fogón.
La leyenda era clara. Si un niño rebelde osaba servirse esa bebida celestial cuando el reloj marcaba la hora prohibida, aparecería la mano negra: una extremidad peluda, oscura y sorpresiva, que salía de la nada para apagar velas y soplarles en la nuca hasta que el susto les durara tres años seguidos. Su especialidad no era hacer daño, sino infundir miedo con elegancia: mano silenciosa, aparición repentina y una cucharada detenida justo antes de tocar los labios.
Durante siglos fue una celebridad del susto. La mencionaban en las cocinas, en los patios, en la escuela, en el mercado. Había niños que hasta soñaban con ella. Su reputación estaba intacta.
Pero los tiempos cambiaron...
Poco a poco, el morocho de leche fue cayendo en desgracia. Ya nadie lo preparaba con la devoción de antaño. La modernidad llegó con sus cereales y sus jugos instantáneos. Y lo peor: en las pocas familias que aún lo consumían, lo hacían sin respeto alguno por la tradición. Los niños lo comían a cualquier hora, los padres lo preferían en la noche y los abuelos —rebeldes con causa— se repetían en la mañana.
La mano negra, que durante siglos había tenido una agenda apretadísima —con sustos programados, visitas nocturnas y apariciones estratégicas entre sombra y sombra—, empezó a notar que su lista de víctimas se reducía drásticamente. Ya no había niños que temblaran al verla, ni madres que la invocaran como amenaza para que los pequeños comieran el morocho a su hora.
De pronto, sus noches se volvieron largas, silenciosas y desesperantemente vacías.
En menos de una década, sufrió de estrés. Pero no uno cualquiera: un estrés espectral de los más severos. Se le caían los anillos, se le deshilachaban las uñas flotantes y el dedo índice —su herramienta de trabajo— se le resecaba de tanto no señalar a nadie.
Con el tiempo, la situación empeoró. Empezó a sufrir una alarmante falta de propósito. Le diagnosticaron crisis existencial de tercer grado, acompañada de ataques de ansiedad flotante: en plena depresión, comenzaba a levitar sin control, como una bolsa de supermercado atrapada por el viento del más allá. A esto se sumaron los sudores nocturnos, calambres en el metacarpiano izquierdo y la pérdida total del reflejo asustador.
No tardaron en aparecer síntomas más preocupantes. Le brotaban manchas de moho emocional en la palma y, lo más lamentable, cada vez que intentaba asustar a alguien, se le olvidaban los diálogos. Tartamudeaba en lenguaje espectro, se tropezaba con las cortinas y, en lugar de gritar, soltaba un suspiro ahogado que recordaba más a una mamá agotada que a una criatura del inframundo.
Por si fuera poco, el aislamiento era absoluto. Nadie le respondía en el sindicato de entes asustadores. El grupo de WhatsApp “Espantos del Ecuador” la había silenciado sin piedad y el comité de fantasmas simplemente la dejó en visto. El último mensaje que recibió del Cuco —en tono resignado y con un emoji pensativo— decía:
“Tranquila, mano. Ahora los jóvenes ya no se asustan como antes”.
Angustiada y sin seguro médico terrestre, decidió pedir una cita con el médico del infierno. Después de varias horas navegando el portal oficial —*www.saludenelaverno.gob.inf*— logró conseguir un turno. El sistema asignaba las citas según dos criterios inapelables: el nivel de desesperación y la cantidad de almas que uno había hecho gritar en vida.
La mano, por desgracia, no estaba precisamente en los primeros puestos del ranking.
Cuando llegó al consultorio del Dr. Belcebú, leyó en la puerta un cartel que ardía en letras rojas: “¡Atendemos con cita previa, no se aceptan almas en pena sin turno!”
La sala de espera estaba repleta: fantasmas en bata, duendes con gastritis, espectros con fajas lumbares y sirenas afónicas en busca de terapia vocal. El ambiente era una mezcla de ultratumba y centro médico colapsado.
Uno de los pacientes, un demonio con ojeras eternas, susurró con preocupación:
—¿Aquí también se paga con sangre o aceptan tarjetas del más allá con chip?
La recepcionista era una calavera con gafas de secretaria, uñas postizas de azufre y un tono pasivo-agresivo tan afilado que podría cortar cadenas del más allá. Con voz grave y sin apartar la vista de su crucigrama diabólico, preguntó:
—Nombre completo del paciente.
—Mano Negra.
—¿Motivo de consulta?
—Crisis de identidad espectral y pérdida de autoridad aterradora.
—Espere sentado o colgado, como prefiera.
Finalmente, le llegó el turno. El Dr. Belcebú la recibió con sus tres ojos bien abiertos, una bata de médico adornada con llamas bordadas y un estetoscopio que no medía pulsos, sino que soltaba chillidos agudos cada vez que lo apoyaba en alguien (o algo). En la pared, colgaban sus credenciales: diplomas firmados por Lucifer, Mefistófeles y el mismísimo Ministerio del Pánico, todos enmarcados en hueso de alma arrepentida.
—Veamos, veamos —dijo el doctor mientras hojeaba la historia clínica, escrita en papiro carbonizado y sellada con cera infernal—. Mmm... aquí lo tenemos: estrés espectral crónico, pérdida progresiva de funciones asustadoras, fatiga paranormal y riesgo inminente de desaparición simbólica.
—Vamos a necesitar unos cuantos exámenes —añadió, ajustándose sus gafas de fuego eterno—. Lo suyo va en serio.
Y comenzó a enumerar con precisión quirúrgica infernal:
- Radiografía emocional de los nudillos, para detectar traumas reprimidos en golpes fantasmas.
- Análisis de sombras residuales entre los dedos, donde suelen alojarse los miedos no procesados.
- Medición de sustancia asustadora en la epidermis espectral, especialmente en la palma y el borde externo.
- Test de respuesta nocturna a cucharas calientes, ideal para medir reflejos del susto clásico.
- Resonancia magnética al aura, con enfoque en la zona carpometacarpiana, donde se concentra el impulso aterrador.
Tres horas después, tras revisar los resultados, el doctor habló con gravedad:
—Lo suyo es un colapso post-leyenda —dijo el doctor con tono sombrío—. Presenta niveles bajísimos de respeto folclórico, síndrome avanzado de abandono simbólico y una deficiencia aguda de susto. Si no se trata pronto, podría terminar convertida en simple decoración de Halloween. Útil solo para selfies.
La mano negra tembló visiblemente.
—¿Es grave, doctor?
—Solo si sigues intentando asustar a una generación que duerme abrazada a su celular —respondió el Dr. Belcebú mientras encendía su bola de cristal—. Pero tranquila, tengo un tratamiento: pánico terapéutico intensivo, sesiones en spa de lava hirviendo y talleres de gritos colectivos para reconectar con tu esencia aterradora.
Tras semanas de spa infernal, gritos guiados y una dieta balanceada de sombras y crujidos, la mano negra emergió renovada. Se sentía firme, con las uñas brillantes y la palma libre de moho emocional. El tratamiento había funcionado. Pero lo mejor fue el curso de Emprendimiento para Entidades del Más Allá, que dictaba el mismísimo Belcebú los martes por la noche.
Fue así como fundó su propia empresa: Susto Express®, con el eslogan:
“¡Asustamos por ti con puntualidad y estilo!”
Ofrecía paquetes personalizados para cada necesidad del más acá:
- Susto Escolar Básico: para niños que no hacen la tarea.
- Terror Ejecutivo: ideal para jefes que no pagaban a tiempo.
- Combo Familiar Tradicional: incluía crujido, sombra y silueta sobre la pared.
- Fiesta de Solteros: apariciones seductoras del más allá, gritos programados y un susto final para evitar decisiones precipitadas.
- Vecinos Ruidosos Deluxe: tres noches consecutivas de sustos personalizados y cadenas arrastradas.
La mano trabajaba solo por contrato, con factura electrónica, código QR para agendamiento y servicio al cliente 24/7. Ahora brillaba en eventos temáticos, ferias del miedo y capacitaciones para fantasmas emergentes.
Su éxito fue tal que pronto tuvo que contratar a tres asistentes fantasmales. Juntos formaban un equipo eficiente, aterrador y altamente profesional. En la puerta de su nueva oficina —estratégicamente ubicada en un edificio abandonado, como dictan las buenas costumbres del espanto— colgaba un cartel escrito con tinta de pesadilla:
“No molestar. Estoy aterrando con estilo”.
Y así, la mano negra volvió a ser leyenda… pero esta vez, con logo, agenda digital y sólida presencia en redes sociales.