A la salida de Otavalo, justo en la curva donde hasta los carros más modernos reducen velocidad por respeto, superstición o puro susto heredado, aparecía una joven de unos veinte años: bonita, callada y con una expresión serena que desconcertaba. Con voz suave —casi como si no viniera del todo de este mundo— pedía que la llevaran a Guayllabamba, donde —decía con tono angelical— vivía su abuelita.
Durante el trayecto no hablaba, no suspiraba, no preguntaba cuánto faltaba para llegar ni pedía cambiar la emisora de la radio. Solo miraba por la ventana, como si estuviera contando nubes o juzgando en silencio la forma en que el conductor cambiaba de carril.
Los choferes, caballerosos por costumbre y ligeramente aterrados por instinto, siempre le ofrecían un saco para cubrirse los hombros. Ella lo aceptaba sin decir palabra y al llegar a la entrada de Guayllabamba, se bajaba con elegancia espectral, sin pagar, sin despedirse y, claro, llevándose el saco prestado como si fuera parte del trato.
Intrigados, varios conductores regresaron días después a la supuesta casa de la abuelita, con la esperanza de recuperar su chompa, su saco o al menos el recuerdo de haberlo prestado. Pero la señora —que ya se sabía el libreto al pie de la letra— solo suspiraba, negaba con la cabeza y, con voz lenta y resignada, decía:
—Ay, señor… si supiera que mi nieta murió hace años. Justo en esa curva donde usted la recogió.
Después de más de un siglo de impecable servicio espectral —puntual, silencioso y sin accidentes—, la muchacha simplemente dejó de aparecerse. No porque se hubiera cansado, ni porque el frío finalmente la venciera (a fin de cuentas, estaba muerta y eso venía con ciertas ventajas térmicas) y menos aún porque le faltara abrigo—ahora ya se aparecía con su propio ponchito, cortesía de algún pasajero sentimental. No. Lo que ocurrió fue algo más profundo: los tiempos cambiaron. Y con ellos, cambió también el respeto por las ánimas. Lo que antes causaba pánico, ahora se desvanecía entre la luz azul de una pantalla y el bostezo de quien ya lo ha visto todo en streaming.
Ya nadie se detenía por una aparición, nadie soltaba una oración al verla pasar y ni hablar de las leyendas: esas que, en otros tiempos, hacían frenar en seco a cualquiera con un mínimo de sensibilidad o, al menos, con algo de respeto Lo cierto es que el mundo se volvió difícil para todos. Incluso para los muertos.
En la curva donde solía levantar el pulgar con una elegancia espectral digna de novela gótica, instalaron luces LED tan potentes que borraban cualquier efecto misterioso, por más bruma o dramatismo que intentara conservar. Como si eso no fuera suficiente, también colocaron una cámara de seguridad que la grababa todas las noches sin falta, dejándola expuesta a la interpretación dudosa del mundo moderno.
Cuando los videos comenzaron a circular, algunos aseguraban que parecía una actriz de cine en blanco y negro escapada de un set abandonado, otros juraban que era parte de una campaña para promocionar ponchos otavaleños con estética patrimonial. Incluso hubo quien la confundió con una influencer ecológica perdida en pleno rodaje de un documental artesanal.
Nadie se asustaba. Nadie paraba. Y lo que antes era un susto respetable, ahora era una sospecha en alta resolución.
Como si eso no bastara, la inseguridad también le jugaba en contra. Hoy en día, con el miedo sembrado hasta en los letreros de “Pare” y en los retrovisores que dicen “Dios es mi copiloto”, los conductores apenas la veían ahí parada —tan calladita, tan envuelta en su poncho, tan inmóvil como una estatua de calendario andino— pisaban el acelerador como si los persiguiera el diablo.
—¡Ni loco paro! —decían—. Capaz que me sale con una pistola envuelta en el poncho y me deja sin celular, sin GPS y sin billetera.
Y así, la pobre ánima —que en otros tiempos provocaba escalofríos y frenazos con chirrido incluido— terminó atrapada en un mundo donde hasta los fantasmas debían ganarse la confianza y demostrar, casi con cédula en mano, que no venían con malas intenciones.
Se compró un automóvil del año, impecable, flamante y silencioso como ella: color gris niebla, ventanas polarizadas y una radio que solo sintonizaba estaciones del más allá. Lo consiguió negociando en un patio de venta de carros que atendía únicamente de noche y, por supuesto, sin papeles terrenales.
Una vez al volante, supo que le faltaba lo básico: una licencia que no solo la habilitara para conducir entre los vivos, sino que la protegiera de infracciones del más acá y del más allá.
Así que acudió donde don Rigoberto, un exchofer jubilado y actual funcionario honorífico de Tránsito, quien —según se decía con voz baja pero segura— era el único autorizado para dar el visto bueno tanto a los vivos como a los muertos. Con paciencia infinita y un formulario sellado con incienso, enseñaba a todo espíritu con aspiraciones de movilidad responsable. La joven se inscribió en su curso acelerado de conducción con entusiasmo y cierto temblor que no era de miedo, sino de brisa fantasmagórica.
Don Rigoberto, con su silbato encantado y su chaleco reflectivo fosforescente (visible solo en ciertas dimensiones), se convirtió en su guía oficial. Le enseñó todo, desde lo teórico hasta lo insólito. Las clases incluían lectura de señales terrenales (incluso las cubiertas de musgo), manejo en curvas con niebla del más allá y un módulo especial de cortesía fantasmal: no atravesar el capó del conductor, no flotar dentro del baúl y jamás, bajo ninguna dimensión, dejar una neblina sospechosa en el asiento trasero.
Bajo su tutela, la joven aprendió con rapidez. Dominó el uso de las luces intermitentes sin invocar tormentas eléctricas, perfeccionó el arte de no flotar sobre pasos cebra —por respeto al tránsito y también a la estética urbana— y logró mantener la compostura frente a bocinazos vivos, que la hacían parpadear por puro reflejo espectral. Cada lección la acercaba no solo a la legalidad, sino también a su nueva versión: la de una conductora del más allá con aspiraciones de leyenda urbana con licencia.
El único inconveniente serio fueron los retrovisores: al no reflejarse, tuvo que practicar con sombras prestadas, cortesía de dos almas solidarias del pabellón B, del cementerio de la ciudad. Con dedicación y un par de clases adicionales en caminos olvidados por Waze —donde ni los vivos se atrevían a girar a la izquierda—, logró dominar el volante como alma que sí sabe a dónde va.
Cuando rindió las pruebas finales, aprobó con honores espectrales: estacionó entre lápidas sin rozar ni una sola cruz, hizo cambio de luces sin invocar espíritus y su trato al pasajero fue tan impecable que don Rigoberto, el evaluador, un poco pálido, confesó:
—Da más miedo cómo maneja mi sobrino vivo.
Superada la prueba técnica, vino el trámite temido por vivos y muertos por igual: la burocracia. Se presentó en la ventanilla de licencias, flotando discretamente entre la fila y procurando que su bata no dejara ver los pies —o más bien, la ausencia de ellos. Cuando llegó su turno, deslizó sobre el mostrador un documento antiguo, impreso en tinta de caléndula, con rúbrica de ultratumba y sello transparente al ojo humano.
El policía de turno la miró y alzando una ceja preguntó:
—¿Tipo F...? ¿Eso qué es?
Ella no respondió. Solo lo miró, como si su mirada atravesara el uniforme, la espalda y hasta el reglamento.
El agente tragó saliva. Sintió un escalofrío que le recorrió desde el cuello, le bajó por las piernas y terminó en la punta de los zapatos. Sin decir más, firmó el formulario con manos temblorosas, selló el documento y le entregó su licencia tipo F, de “fantasma”, válida en las tres dimensiones conocidas y una que solo aparece si se la busca con lupa en el Reglamento de Tránsito: Edición Oculta.
Los demás en la fila —que hasta entonces hacían tiempo mirando el celular o quejándose del trámite— guardaron un silencio repentino, como si el aire se hubiese enfriado de golpe. Una señora abrazó su bolso con más fuerza, un joven se persignó sin convicción y un adulto mayor murmuró:
—Esto antes no pasaba.
La chica, ajena a todo, tomó su licencia tipo F con delicadeza, la guardó en su bolso etéreo y se retiró sin hacer ruido.
Al salir, el viento le acomodó el ponchito, subió a su automóvil gris niebla, encendió el motor que sonaba como eco de flauta andina y, antes de partir, le guiñó el ojo a la cámara de seguridad del edificio, que por primera vez registró una imagen borrosa pero sonriente.
Sin perder tiempo, se registró en Uber como conductora profesional del más allá. Subió su foto, llenó el formulario con tinta invisible y activó su cuenta con una dirección que no figuraba en ningún plano catastral. Desde entonces, al costado de la puerta del pasajero, llevaba bordada una frase que la definía mejor que cualquier reseña de cinco estrellas:
“Inquietante, pero eficiente”.
Pero lo suyo no era el negocio. Nunca lo fue. Lo único que deseaba era llevar a alguien, aunque sea una vez, sin que salieran corriendo ni le aceleraran en la cara como si fuera radar de tránsito. No pedía dinero ni propinas. Solo solicitaba una prenda modesta: un ponchito para cubrirse los hombros mientras conducía, por puro decoro fantasmal y, tal vez, por costumbre del otro plano.
Los pasajeros, conmovidos por su mirada serena, su silencio elegante y esa brisa fría que salía del asiento trasero, no solo accedían: sacaban el poncho de donde fuera —de la mochila, del baúl, del recuerdo de la abuelita— y se lo entregaban con una sonrisa temblorosa pero sincera. Ella, como buena ánima organizada, los devolvía impecables días después a través de don Rigoberto, su exinstructor y ahora socio logístico en asuntos paranormales. Cada poncho regresaba perfectamente doblado, planchado sin arrugar el tejido ancestral y con un bordado fino en la orilla. En uno de sus bolsillos siempre dejaba una tarjeta de presentación, acompañada por un pequeño sobre que decía, en letra cursiva y etérea:
“Gracias por dejarte llevar”.
Y así, lo que empezó como un gesto simbólico —un viaje silencioso a cambio de abrigo— se convirtió en una experiencia que los pasajeros querían repetir. Como la carrera era tan grata —sin música estridente, sin charlas incómodas, sin quejas por el tráfico ni aromas de comida— muchos comenzaron a dejarle propinas. Y no cualquier propina: dólares, guaguas de pan, colada morada con canela, empanadas y hasta vales de spa en lugares con incienso, cuarzos y baños de florecimiento.
Sin proponérselo, el negocio creció más rápido que los sustos en octubre y acumuló más reseñas que el hospital San Luis en temporada de gripe.
La noticia no tardó en recorrer Otavalo de esquina a esquina. La muchacha de la curva se convirtió en el personaje más famoso entre los jóvenes: más que los youtubers, más que la alcaldesa de la ciudad, más incluso que la fritada de la señora Anita Albuja. Todos querían un viaje con ella, no por necesidad, sino por devoción. Pedir un Uber ya no era cuestión de movilidad, sino de vivir una experiencia legendaria y tener algo paranormal que contar el domingo.
La app colapsaba a partir de las seis de la tarde. Los adolescentes la buscaban para subir TikToks con hashtags como #UberDelMásAllá y #LaDelPonchoSíLlega, mientras los adultos mayores aseguraban que un paseo con ella curaba hasta el espanto heredado. La demanda era tan intensa que la pobre ánima no daba abasto. Iba de la Plaza de los Ponchos a Punyaro, de Punyaro a Ilumán, de Ilumán a Cotacachi, de Cotacachi a Ibarra, y de regreso a Otavalo, para luego seguir rumbo a cualquier rincón de la provincia donde alguien necesitara transporte o un buen susto elegante.
Ya no tenía tiempo de flotar con calma, ni de oler un cedrón al paso, ni de asustar por nostalgia. Se había convertido, sin quererlo, en un ícono móvil del turismo espiritual local: puntual, silenciosa y con cinco estrellas que ningún vivo podía superar.
Dorys Rueda, Leyendas y magia de Otavalo, 2025.
Dorys Rueda
Otavalo, 1961
Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.
Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025), Entre Versos y Líneas (2025), Cuentos de sueños y sombras (2025), Leyendas y magia de Otavalo (2025), y Reflexiones (2025).
Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).