En Otavalo, se ha dicho desde siempre que entre hornos encendidos y sacos de harina, el diablo ronda. Que a veces, justo cuando el reloj marca las doce y la noche contiene el aliento, se deja venir disfrazado de música: una melodía extraña, lenta, con pasos de procesión antigua, que se desliza por las calles buscando, en silencio, a quién tentar.

Por eso, no faltan madres que repiten una y otra vez los mismos consejos con preocupación y amor:

—Apenas salgas del turno de la medianoche, te vas derechito a la casa. Nada de quedarte conversando, ni pegada al celular en la vereda y mucho menos de hablar con desconocidos. Y si llegas a escuchar ruidos raros por ahí, ni pienses en voltear. Caminas firme, con la vista al frente, como si no fuera contigo.

Pero ya se sabe que a veces la juventud tiene la mente dispersa y el alma curiosa. Aquella noche, una joven panadera salió del horno con el delantal aún puesto, un pancito tibio escondido en el bolsillo como amuleto contra el hambre y el mal humor y unas ojeras bien marcadas. Tenía veinte años y un cansancio tan grande que podía repartir por porciones.

La calle Sucre dormía en un silencio denso, casi pactado con la noche. Un silencio cómplice, de esos que permiten andar sin sobresaltos, como si la ciudad entera hubiera decidido guardar silencio y prestarse, por un momento, al misterio. No había ruidos, ni vendedores ambulantes, ni vecinos curioseando tras las cortinas. Todo estaba en calma, inmóvil, como suspendido en el aire.

Al pasar frente a un portón antiguo, de esos que tienen algo entre misterio y fotogenia, sacó el celular y pensó: “Una fotito y a dormir”. Se acomodó el delantal, esbozó la mejor de las sonrisas y escribió en la pantalla: “Sobreviví a otro turno”.

Y fue justo entonces cuando oyó un golpe seco, profundo, como un tambor lento retumbando en medio de una iglesia vacía, pero con una determinación que helaba los huesos.

—¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

Giró y apareció lo impensable: un camión. Pero no uno cualquiera.

Era un desfile de excesos sobre ruedas: luces LED parpadeando con desesperación, como si el vehículo tuviera taquicardia; humo espeso escapando por cada rendija; bocinas gigantes sujetas con cinta negra y alambres que colgaban como lianas eléctricas.

En lo más alto, dominando la escena como el rey absoluto del estruendo, estaba él: un mono. Pero no un mono común. Era el mismísimo Mono DJ del Averno, del que  tantas madres hablaban en voz baja, entre sorbos de café y empanadas partidas en dos:

—Si algún día escuchan música rara a medianoche, no se detengan. Podría ser él, el mono que aparece a tentar a las que no obedecen.

Muchos creían que era una exageración.

Pero ahí estaba. En lo alto del camión, como dueño del espectáculo, un mono con gafas oscuras aunque ya era medianoche, audífonos enormes que brillaban como si tuvieran luz propia, una chaqueta de lentejuelas tan escandalosa que iluminaba más que un poste y una gran cadena con una calavera que brillaba como si fuera una linterna. Movía la cabeza al ritmo de la música con tanta fuerza que parecía tener el ritmo metido en los huesos.

Y no estaba solo.

Lo acompañaba su orquesta infernal: demonios que tocaban trompetas lanzando fuego en cada nota, esqueletos haciendo sonar castañuelas oxidadas como si marcaran el paso de una marcha fantasmal y dos gárgolas al fondo, golpeando el bajo con una seriedad exagerada, como si se hubieran olvidado de que estaban en plena fiesta del más allá. Uno incluso mascaba chicle y revisaba el celular con la expresión aburrida de quien está allí solo porque no le quedó de otra.

El espectáculo era tan ridículo como espectacular. Tan terrorífico como tentador.

Y ahí estaba ella, parada en medio de la calle, con el delantal torcido, el pancito aún caliente en el bolsillo y un cuerpo que solo quería una ducha y una cama.

Iba a correr, pero cuando iba a hacerlo,  el mono levantó una mano, la señaló y exclamó con voz de megáfono celestial:

—¡Atención! ¡La Viuda de Medianoche no llegó a su casting! ¡Pero tenemos reemplazo!

El dedo peludo apuntó directamente a la panadera.

—¡Tú! ¡Joven panadera!

—¿¡Yo!? —preguntó ella, más por reflejo que por lógica, como si no supiera quién era—.¡No, no, no!  Yo solo canto en la ducha.

—¡Perfecto! —respondió el mono con una sonrisa tan amplia que daban ganas de persignarse—. ¡Estamos buscando voces que asusten! ¡Una pruebita nomás!

Antes de que pudiera decir "ni loca", ya tenía frente a ella un micrófono brillante en forma de tridente.

El Mono DJ guiñó un ojo, las gárgolas afinaron el bajo, un demonio levantó el pulgar. La orquesta infernal estaba lista.

La joven respiró hondo, cerró los ojos y cantó. Lo dio todo. Puso alma, pulmones y valentía.

Cuando terminó, abrió los ojos esperando aplausos. Pero no.

El Mono DJ la miraba lívido, con los ojos como platos y la mandíbula floja. Las gárgolas, en pleno pánico auditivo, se tapaban los oídos como si intentaran borrar el trauma. Una trompeta salió volando sola, impulsada no por el viento, sino por el puro instinto de supervivencia musical.

—¡Regrésenla a la Tierra! ¡Esto es inhumano! —gritó un demonio, cubriéndose la cabeza con ambas manos.

Otro se arrojó del camión como si huyera de una explosión, gritando con voz desgarrada:
—¡Mi tímpanooooo!

Un esqueleto soltó las castañuelas, se acurrucó en un rincón y empezó a mecerse en posición fetal, murmurando:

—No más, por favor… no más…

Las luces LED titilaron con desesperación, como si sufrieran un infarto eléctrico. Parpadearon por última vez, lanzaron un zumbido agudo y se apagaron de golpe, vencidas. El humo se disipó poco a poco, como una cortina que cae al final de una función. La música se detuvo sin aviso, sin despedida, como si alguien hubiera arrancado el cable principal de la realidad.

En un instante, todo desapareció. No quedó más que el eco de su canto rebotando en las paredes y un micrófono con forma de tridente rodando por la vereda, dando vueltas como si también buscara huir de la escena.

La joven no lo pensó dos veces: pegó la media vuelta y salió disparada, con el corazón en la garganta y las piernas hechas gelatina.

Al llegar a casa, la madre la esperaba en la puerta. Brazos cruzados. Ceja levantada.

—¿Y ahora sí me vas a hacer caso?

La joven asintió, aún sin aliento.

—¿Escuchaste música rara, no es cierto?

—Sí,—respondió, entre llanto y risa.

—¿Y no seguiste de largo?

—No, mamá. Canté y eso me salvó la vida.

—¿Y qué aprendiste?

—Que lo mío no es la ópera.

Desde entonces, no importa cuán agotadas estén, las panaderas que conocen esta historia se lo piensan dos veces antes de sacar el celular a medianoche. Apenas salen del horno, toman su pancito y se van directo a casa. Sin chateos y, por supuesto, sin audiciones del más allá.

 

 

 Dorys Rueda, Leyendas y magia de Otavalo, 2025.

Dorys Rueda

Otavalo, 1961


Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.

Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025), Entre Versos y Líneas (2025), Cuentos de sueños y sombras (2025), Leyendas y magia de Otavalo (2025), y Reflexiones (2025).

Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).

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