Fuente: Rubén Darío Montero L.
Cantón: Rocafuerte
Ágapo fue el único sobreviviente de aquella tragedia que enlutó a todo el cantón Rocafuerte.
La avaricia de los Malosas cayó sobre una humilde familia. Se dice que fueron ellos que mataron a la familia de Ágapo Monte; con saña y alevosía se apoderaron de todas las tierra que tenían.
El día de la masacre, Ágapo estaba en Portoviejo, cuando llegó la noticia de la tragedia, sus familiares pusieron enseguida a buen resguardo al muchacho.
Los Malosas se sentían orgullosos de su estirpe de gente mala, porque todas las personales les tenían miedo.
Se sabía que los Monte no eran las únicas familias que habían pasado por las armas de los Malosas, y, así, con el tiempo acuñaron una gran fortuna.
Cuando la madre de los Malosas se sintió lo suficientemente vieja, comenzó a vender todas las propiedades, ella sabía lo que había engendrado; imaginaba a sus hijos matándose entre ellos por esas tierras.
Como toda una chacal, decidió entregar a cada hijo su parte en dinero, para que después de su muerte no pelearan. Sabia decisión de una mujer que a sus hijos les enseñó la traición como medio de vida.
Pero de todas las maldades que habían hecho, quedaban cenizas, que estaban esperando en la oscuridad para vengarse de lo que los Malosas habían hecho con sus familiares. Uno de ellos era Ágapo Monte, ya había pasado treinta años y de él nadie se acordaba; había regresado a su tierra; y, como culebra al asecho espera el momento.
Él estaba informado por los mismos trabajadores de los Malosas de todo lo relacionado a esta familia, por medio de ellos sabía que el padre estaba viejo y decrépito, que su mujer guardaba el dinero en el colchón de la cama donde ellos dormían. Sabían que la madre de los Malosa era una mujer bien mala, más que su propio marido, y lo que ella decía todos la obedecían.
Ágapo tenía un plan tan osado que a él no le importaba morir en el intento; en su mente estaba la venganza.
En la época de su juventud, sus tíos le habían proporcionado buena educación y era un hombre muy inteligente, todo eso daba para que planifique un robo con todas las precauciones.
Cuando se enteró que los Malosas habían vendido las propiedades, preparó su muy elaborado plan. Este debería realizarse una semana antes de que se repartan el dinero.
Con ayuda de la cocinera de los Malosas, él sabía cada paso que la madre de los canallas realizaba.
Un señor del sector le había dicho a Ágapo que el río es el más alcahuete de los enamorados, que las mujeres cuando se quieren fugar con sus parejas se iban río abajo, eso Ágapo lo pensó.
Fue así que la noche prevista él prendió fuego a un granero que tenían los Malosas, esto los haría salir; se escondió en la parte trasera de la casa.
Los Malosas eran tan confiados que a ellos nadie los tocaba, las ventanas de su chalet no tenían seguridad, eran ventanales abiertos.
Esa noche con el incendio hasta la madre de los canallas salió a apagar el incendio; dentro de la casa, el padre de ellos se encontraba solo.
Los perros no ladraban, los animales eran los más aliados de Ágapo; como un murciélago en la noche fue hasta el cuarto de los padres, ahí estaba el canalla, sus piernas y vista no le servían, cogiéndolo con colchón y todo lo aventó de la cama, se quedó pasmado cuando vio tanto dinero. Con la prisa de un asustado, lo colocó en el saco que cargaba con un nudo bien hecho, se lo embarcó al hombre y salió corriendo.
Agazapándose con la noche y como el miedo le podía, corrió hasta el río, llegó donde había escondido un saco hecho de cuero de vaca para que el dinero no se moje, camuflándolo con hojas de plátano lo tapó y, acto seguido, se quitó la ropa y los zapatos, colocándolos también dentro de la funda del dinero y se fue nadando río abajo.
Cuando la madre de los Malosas entró hasta su cuarto, se encuentra que el colchón y su esposo estaban tirados en el suelo, pero ella se preocupaba más por el dinero que no veía en su lugar, que por su paralítico marido.
El viejo pagó los platos rotos, como una histérica, aquella mujer de unos setenta años de edad se estremecía del coraje; sus hijos llegaron al escuchar los gritos de su madre. El dinero mal habido en toda la vida de esta familia ya no estaba, pero nadie se imaginaba en, "quién sería tan arriesgado de robársele los huevos al águila en su propio nido".
Ellos quedaron en la miseria, los hijos no se movían del cuarto, pero su madre los recriminaba porque no salían en sus caballos a perseguir a los ladrones, solo contemplaban el cuerpo inerte de su padre, que con la impresión de lo sucedido se había muerto.
Rubén Darío Montero Loor, Cien leyendas y cuentos de la campiña Manabita, 2013
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