El motivo fue que nuestro abuelo había muerto hacía menos de un año y, como era costumbre, se prepararía comida y dulces de diferentes formas, y más de los que le gustaban al difunto.
En la casa se pondría también, como todos los años, una gran mesa llena de los mejores platos: greñoso y bollos de un extremo; al otro lado: dulces de papaya, tortillas de maíz, y, en el centro una cruz y un vaso con agua junto a ella, para que el ánima cansada cuando llegue, tomase el agua.
Toda la mesa lucía con lo mejor y con las cosas que les gustaba a los familiares que habían ya muerto. El mantel blanco que se lo colocaba solo para actos especiales para luego guardarlo. La silla en el lugar donde acostumbraba sentarse el finado se lo dejaba libre.
Así llegaba el esperado Día de los Muertos: junto con mis hermanos y mi madre íbamos hasta el cementerio, todos vestidos de negro, con camisa blanca y con un botón negro colocado en el bolsillo. Allá ayudábamos a improvisar una mesa junto a las tumbas de los familiares muertos. Ahí quedaban las mejores comidas por tres días, esperando que los muertos comieran, o para que vieran que sus deudos se acordaban de ellos.
Si el finado en vida había sido borracho, también se le llevaba una botella de puro o aguardiente.
Terminada las fiestas, los que más aprovechábamos éramos nosotros, los muchachos, porque nos tocaba comernos todos los dulces y bollos que se hacían para los finados.
Nuestros familiares se preparaban para realizar su regreso a los sitios donde vivían y a sus lugares de trabajo.
Al día siguiente muy por la mañana, a eso de las cuatro de la madrugada, los habitantes de Sancán, casi todos en su mayoría, salimos hasta la vieja carretera a despedir a nuestros familiares. Ahí estaban los González, los Figueroa, los Chávez, los Mera, los Castros, entre otros.
Aquella madrugada había una neblina, que, junto a ella, el viento y el frío silbaban; de repente, a los lejos, se divisaba unas luces, todos lo vieron, y decían que el carro de pasajeros ya se acercaba. Las luces eran más intensas a medida que se aproximaba; de pronto, y para llenar de espanto a los presente, las luces desaparecieron al llegar a Sancán.
Algunos familiares se arrodillaron a rezar, porque no era la primera vez que veían este espectáculo: que el carro desapareciese delante de todos.
Otros gritaban que era el camión fantasma.
En ese instante, un silencio embargó a todos; al rato llegó el camión que trasladaba pasajeros, un camión con dos filas de pasajeros y atrás un cajón grande de madera para colocar los productos que llegaban.
Gracias a Dios, hasta el día de hoy, todavía festejamos los difuntos como lo hacíamos muchos años atrás, con respeto y con aquellas creencias.
Al carro fantasma, por algunos años se lo seguía viendo; de eso, yo doy fe, porque fui uno de los que estaba aquel día, y que hoy les comparto esta historia.
Rubén Darío Montero Loor, Cien leyendas y cuentos de la campiña Manabita, 2013.