Por: J. Gabriel Pino Roca

 

Recién Fundada Guayaquil por el capitán  Orellana, al pie del Santana, era éste designado simplemente con el nombre de cerrito verde. Tal consta en  las antiguas historias sobre esta región, como en algunos informes remitidos a España por sus primeros colonizadores. ¿De dónde, pues, y desde cuándo le vino el nombre que hoy tiene? Cuestioncilla era ésta que no dejaba de intrigarme, ávido, como vivo siempre por descubrir el motivo que tuvieron los primeros pobladores de mi amadísimo terruño para dar tal o cual denominación a  este u esotro lugar.

Mi curiosidad respecto del Santana se ha visto satisfecha inesperadamente, debido al conocimiento casual que trabé con una negra vieja, lavandera de oficio, legítima ciudaviejeña, que habita allá arriba en el cerro, por onde quedan las ciruelas –dice ella- en ese cerro, en que vivieron, los primeros, todos los negros, mis antepasados, con permiso de los padres de Santo Domingo, que de ellos decían hasta hace poco que era el cerro, que ahora no más oigo ecir que´es de la Municipaliá.

La conga (apelativo que hace referencia a la herencia africana de la mujer negra), púsome al corriente, en un dos por tres, de lo que oyó contar a su abuela. La que, a su vez, refería a la propia acerca del Santana, guiso que ofrezco hoy al apetito del público, condimentado con la salsa que reputo indispensable para que tenga más sabor.

En tiempos inmemoriales y muchísimo antes que los huancavilcas, vivió en la península que forman parte del Guayas y del Estero Salado cierto pueblo de hombres hecúleos (característica que denota gran fortaleza y viene del héroe Hércules), de negra y luenga cabellera, gobernado por un rey de aspecto taciturno, que tenía una desmedida ambición de riquezas. Por satisfacerla, habían recorrido sus súbditos casi todos los países del continente, haciendo la guerra a sus moradores, y a raíz de cada victoria, ponían a las plantas de su insaciable monarca los nobles metales, piedras preciosas, joyas y objetos de arte de que despojaban a los vencidos. De esta suerte sembraron el terror de muchas partes, exterminando razas, incendiando ciudades, talando campos, y reduciendo a todos a la miseria; eran tan fuertes y numerosos que jamás pudieron ser vencidos. Así, a costa de la más descarada rapiña, llegó a ser el jefe de estos indomables guerreros uno de los hombres más ricos sobre la tierra.

En la cumbre del cerro se alzaba su palacio, más suntuoso que el del gran Salomón (último rey judío de todo Israel. Pasó a la historia por su sabiduría y por el bienestar que proporcionó a su pueblo).

Estaba construido con grandes lozas de ricos jaspes (roca de superficie uniforme que puede ser de varios colores) y pulidos mármoles que, vistos de lejos, y bañados por la luz del sol, semejaban el más puro cristal. Su techumbre era de plata bruñida, el puente levadizo, del oro más puro, sus torres, de nácar, las paredes de selectas y odoríferas maderas, sembradas de artísticas labores, ejecutadas primorosamente con incomparables brillantes y zafiros, La portada principal era de pórfiro (tipo de mineral). Y en sus frisos y columnas campeaban caprichosos los dibujos, formados con singulares perlas y esmeraldas.

Guardábanla cuatro enormes leones de oro macizos, cuyos ojos eran los mayores rubíes que se hayan conocido.

Dos amplias escaleras de granito conducían al palacio desde la planicie, y, entre una y otra, extendíanse varias terrazas, que eran otros tantos encantadores jardines, con fuentes y surtidores de oro y plata. Con todo, el ambicioso rey no se sentía harto, y ordenaba día a día nuevas expediciones contra los más lejanos estados, para saquear sus tesoros, no obstante los ruegos de su bellísima hija, que comprendía que el Cielo, irritados de la insaciable avaricia de su padre, descargaría sobre éste y su casa, de un momento a otro, un terrible castigo.

¡No tardaron en cumplirse todos los recelos de la joven! Un día, amaneció enferma de muerte; sentía que la sangre se le paralizaba en las venas y que el cuerpo se le iba enfriando poco a poco. Avisado el padre, quien la tenía en gran idolatría, del desesperante estado de su hija, mandó a buscar, preso de la mayor angustia, a un famoso encantador que vivía retirado el mundo, en una gruta que había a media altura del picacho que queda allende el Salado. Contábase de él que únicamente se alimentaba de yerbas y agua fresca que tomaba de un manantial que brotaba por allí cerca.

Cuando le tuvo en su presencia:

-Oye – le dijo-, salva a mi hija de mis amores, y te haré rico y poderoso.

-No apetezco riquezas materiales –reparó el mago, meneando la cabeza, porque al tenerlas, es casi siempre causa, como en el caso tuyo, de que a los hombres se les tuerza el corazón. Sólo hay un medio de salvar a tu hija, la princesa, y éste consiste, precisamente, en que restituyas a la brevedad posible a sus legítimos dueños todo aquello de que los has privado indebidamente. Elige entre la salud de tu bella hija y tu necio orgullo.

-Mientes, bellaco –gritó el rey, montando en cólera.

-No hay otro remedio –confirmó el encantador.

Pues, que muera mi hija –exclamó el avaro-, antes de perder mi enorme fortuna, pero tú, brujo maldito, la acompañarás al otro mundo –agregó, descolgando un hacha de oro que pendía de la pared, y lanzándose sobre el mago, dispuesto a hundírsela en el cráneo; mas éste, convirtiéndose en una columna de humo, se escapó por la ventana abierta de la cámara, en tanto una voz que hizo temblar el edificio desde sus cimientos y dejaba oír esta espantosa sentencia:

-Puesto que tú, mal padre, has preferido la posesión de tu vil metal a la salud de tu hija, te condeno a desaparecer con ella y tus tesoros de la superficie de la tierra, y a vivir sin vivir, dentro de sus entrañas, hasta que quiera tu buena estrella que en la aparición que haga de hoy en adelante cada siglo, y tal como hoy, tu bella hija entre los hombres, se dé con uno que, de mejores sentimientos que tú, puesto a escoger, se decida por su hermosura y no por el maldito contenido de tus arcas.

No acababa de perderse en el vacío el eco de estas palabras, cuando se produjo un ruido espantoso, la colina se abrió, y sepultó en su seno al magnífico alcázar (casa real), con sus jardines y graderías quedando, al cerrarse, desprovista de todo vestigio que indicase la grandeza que por tantos años había sustentado. En seguida, cubrióse de apretada vegetación. Así la encontraron los huancavilcas cuando, después de su larga peregrinación por el continente, fijaron al pie de ella su principal residencia.

Corría el año 1544,  Guayaquil, la fundación de Orellana, contaba apenas siete años de existencia y los primeros colonos, tranquilizados los indios, empezaban a hacer vida de paz. El villorrio (población pequeña) se componía de 15 casitas y una humilde capilla al cuidado, esta última, de un anciano dominico que vino a América con los Pizarro y se había prestado voluntariamente a sostener el culto en la localidad. Los huancavilcas, que se habían reducido al servicio de los españoles, enseñaban a éstos el cultivo de los frutos de la tierra, a conocer las propiedades de las yerbas medicinales, a encontrar seguras vías de comunicación con los otros lugares de la sierra y de la costa. A la hora del descanso, entretenían a sus nuevos señores con las referencias que de sus fiestas y guerras pasadas les hacían, o con las divertidas historias de sus antiguos príncipes y mohanes (líder religioso-cultural de los indígenas).

Durante una hermosa noche de luna, hallábanse frente a la entrada de una de las mejores casitas cuatro hombres, atentos al relato que les hacía un joven indio, muy ladino, que ha había llegado a dominar bastante bien el castellano, cuando, de pronto, vino a interrumpirlos un extraño y prolongado ruido que parecía proceder de lo alto. Era como el rechinar de una pesada puerta, luego, cual el resbalar de gruesas cadenas sobre ruedas dentadas, semejando también, de cuando en cuando, al rugido del león, o a los ayes y alaridos que deben exhalar los condenados. Luego reinó el silencio de antes. El huancavilca, no bien se inició este fenómeno, dobló la cabeza sobre el pecho y, ocultando el rostro entre las manos, permaneció inmóvil en esta actitud.

-¿Qué te pasa, Amayo? –interrogaron todos a la vez, vueltos de la sorpresa en que ellos también causara el intempestivo ruido- ¿Por qué te aterras? Ésa debe ser la voz de algún volcán cercano.

-No es volcán –arguyó el indio-. Es el anuncio de que el hada va a aparecer allá arriba en el cerro. Mis padres me dijeron que la otra vez se dejó oír igual anuncio.

Entonces, púsose a contar la fábula que en su pueblo venía transmitiéndose de generación en generación. Habló del rey avaro, de su inmenso tesoro, y de cómo le había castigado, por falta de amor a su propia hija, el poderoso encantador; pero no quiso o no supo explicar lo que este último pronosticara acerca de los sentimientos que debían animar al que se le ofreciese ocasión de ponerse al alcance de tanta dicha. Cuando Amayo terminó su fantástica relación, los ojos del más joven de sus oyentes brillaban con intenso fulgor.

..........

El  teniente Nino Lecumberri era, indiscutiblemente, hombre nacido bajo muy mala estrella. Vino a América, de los primeros, y tocóle siempre en suerte ser, de ellos, en el rudo batallar; mas, en horas de reparto, de los de llegar a última hora, por lo que, dado al diablo, vínose a Guayaquil, apenas se dijo que los huancavilcas eran guardosos de ricos metales, y que se trataba de su completa reducción. Sucedió que no era así (la suerte seguía dándole contra) y el desgraciado, con un nuevo desengaño a cuestas, se estaba pudriendo en casa de un colono, su paisano, a quien debía, para no morir, mesa y cama. De manera que al escuchar la historia del valioso tesoro que encerraba el cerrito verde, sintióse asaltado por una idea salvadora. Él iría al encuentro de esa hada que decían y, con toda seguridad, sino el total, por lo menos, le arrancaría parte de su encomienda. ¿Para qué habían de querer las hadas, que viven del y en el aire, oro y plata? ¿Y por qué no conmover a esa del cerro que tanto tenía?

En estas o parecidas cavilaciones se pasó en vela noche entera, y no bien rayó el alba que, resueltamente, abandonó el lecho, ciñó la espada, y saliendo del poblado, empezó a remontar al cerro, abriéndose camino por donde no lo había. Al alcanzar la cima, encontró un corpulento roble y junto al tronco una gran piedra, dispuesta a manera de banco, que invitaba a descansar. Algo fatigado, se  sentó y, entonces, sin saber de dónde pudiera haber salido, se presentó a su vista una bellísima joven cubierta de flotantes vestiduras de sutilísima seda, suelta la dorada cabellera y sembrada de menudas flores. Llevaba al cuello un sartal de piedras blancas que despedían relumbrantes destellos, y se apoyaba en una varita de plata, coronada por una hermosa piedra roja.

-Sígueme sin hablar, si no eres cobarde -dijo al absorto teniente.

Púsose éste de pie decididamente, para indicar a la aparecida que estaba dispuesto a hacerlo.

El hada emprendió el descenso del cerro, por la parte contraria a la ciudad, seguida de su atrevido acompañante, que no cesaba de admirar cómo ésta, al andar, casi no ponía las plantas en el suelo. De pronto, se detuvo frente a una cueva abierta en el cerro, no sin volver antes la cara atrás para  cerciorarse de que el joven la seguía, y animarlo con una encantadora sonrisa. Nuestro héroe franqueó la negra entrada con toda resolución. ¡Cosa extraña, el socavón se iluminó repentinamente, a un golpe que dio contra el suelo la varita del hada, y el bravo hijo de Marte, pudo ver que se hallaban frente a una escalera de mármol! Bajaron y penetraron en una regia cámara bañada por la clara luz que conducían allí cuatro claraboyas. Las paredes eran planchas de plata y oro, y en cada esquina de la estancia, sobre artístico zócalo (pedestal), descansaban otras tantas, de todo tamaño y color. En el centro había un amplio diván, cubierto de raras piedras, en el que dormía un viejo rey de blanquísima barba. Llevaba pesada corona, ceñida a la sien, y abrazaba contra el pecho un hacha de oro. A sus pies y cabeza cuatro majestuosos leones, del mismo metal, parecían guardar su tranquilo sueño.

El español estaba estupefacto, jamás imaginó que pudiera haber junta tanta riqueza. Paseaba la vista rápidamente de un lado a otro, sin saber en qué fijar su atención. La dulce y melodiosa voz del hada lo sacó de su arrobamiento con estas palabras:

-Afortunado mortal, que has llegado hasta aquí valerosamente, digno eres de ser recompensado y vas a serlo. Todas esas preciosidades pasarán a ser tuyas, si acaso no prefieres llevarme a mí, mejor, como galardón de tu proeza. Yo cuidaré de tu existencia, disiparé tus penas, y seré tu inseparable y constante compañera en la ruda batalla por la vida y, cuando mueras, te llevaré a los campos de la luz eterna, donde todo es dulzura y alegría. Por una compañera así, vale bien desdeñar todo el oro del mundo. Decídete por mí -insinuó casi en tono de súplica, fijando en el soldado sus encantadores ojos.

-Sabes, cara bonita -respondió el aludido, sin trepitar-, me voy al tesoro, que con él me irá mejor entre los hombres que contigo. Tú estás bien aquí en la cueva, allá abajo te iría muy mal, y hasta te expondrías a que te quemen por hechicera. Venga el tesoro, y dime pronto cómo pudiera llevármelo.

No acabó de pronunciar estas frases cuando se pobló la cámara de mil sonidos infernales, lamentos, gritos de desesperación, maldiciones. Abrió los ojos -dos ascuas de fuego- el rey dormido e incorporándose en el hecho, dejó escapar un profundo suspiro y, con voz de trueno, increpó de esta manera al aterrado teniente que había caído de rodillas.

-Mísero, todo lo has perdido, y has vuelto, así a condenarme a penas infinitas. Si, menos ambicioso te hubieras decidido por el hada, mi hija, todo lo que aquí ves hubiera sido tuyo, y yo habría descansado de los tormentos que por el mismo pecado tuyo tanto tiempo devoro. Maldito, ahora debo seguir viviendo sin vivir otros cien años; pero a fe que no será solo, tú lo harás conmigo, en castigo de tus desmedidas ansias -y el rey hizo un movimiento para ponerse en pie y aprisionar las manos del joven que  las mantenía en actitud suplicante. Éste se creyó irremediablemente perdido ante el aspecto aterrador del rey, pero acordándese de los milagros que se decía hechos allá en su tierra de Tudela de Navarra, mediante la invocación de su santa patrona:

-¡Mi madre Santa Ana! ¡Auxilio! -exclamó lleno de fe.

Un violento sacudimiento sucedió a esta fervorosa súplica, parecióle que todo se derrumbaba y se envolvía en la más negra noche, que una fuerza superior lo arrebataba, depositándolo suavemente sobre la superficie de la tierra.

Pasaron algunos instantes; el cuerpo recuperó sus perdidas fuerzas, tranquilizósele el corazón, que parecía haber querido saltar del pecho, abrió lentamente los pesados párpados y...¡oh sorpresa indescriptible! se encontró en la cumbre del cerrito bajo el añejo roble, junto al banco de piedra. Comprendiendo el motivo de su salvación, elevó sus ojos al cielo para darle gracias y, al hacerlo, observó que sobre la blanca nube ascendió velozmente una hermosa señora, de pardas vestiduras y alba toca, circundada de estrellas.

-¡Bendita seas madre de María! -gritó, reuniendo todas sus fuerzas y extendiendo sus brazos hacia la bella aparición. Luego, bajó el cerrito a grandes saltos, y entró a la ciudad en carrera desalada (apresurada).

..........

 Sorpendidos quedaron los colonos de Guayaquil con el singular sucedido que repetía una y otra vez con loco entusiasmo y fervor el teniente de Lecumberri quien, días después, hacía labrar una cruz descomunal, en cuyos brazos se leía el nombre de Santa Ana y fue a colocarla en la parte más elevada del cerro, allí donde, según él, se hallaba el roble, el que, por mucha diligencia que se hizo, no pudo ser hallado como tampoco la entrada de la cueva, en lo que se puso, desde luego, mayor empeño.

Desde entonces se denominó el cerrito verde Santa Ana, nombre con el que se le conoce hasta nuestros días.

 

 Leyendas Ecuatorianas, Colección Ariel, 2013.

 
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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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