
Te busco, Zoé, en los pliegues más ocultos de tu conciencia,
allá donde no llego con mis pasos extraviados e inseguros,
allá donde no llego con mis intuiciones tan equívocas.
No te busco, Zoé, para que vuelvas a mis rituales,
tampoco con el propósito de que me hagas compañía:
tú misma eres suficiente para ti, solo tú conoces el peso del viento que te lleva.
Solo quiero verbalizar mis pesadillas matutinas,
contarte cuántos y cuáles son mis monstruos escondidos,
contarte las preguntas que nunca te hice por temor a que las respuestas
no tuvieran sentido, como no tiene tu existencia, Zoé, cuando no eres tú la Zoé tuya sino la Zoé ajena.
Debo fingir que no me dueles, simular que nunca voy a los muelles a esperar tu alma,
debo tener en desorden la bitácora de todos los trenes del mundo,
debo estar a tiempo para el ritual del agua de menta y valeriana.
Todo es un montaje de la vida desmoronada sobre mis sueños, Zoé, todo lo construiste tú:
una mentira silente, un tembloroso alarido,
unas lágrimas que me enredan como el ovillo de la abuela, una exploración estéril, unas palabras inútiles que envuelven desde abajo,
unos pájaros, Zoé, que hace tiempo se estrellaron contra las rejas de mis ventanas ciegas.
Rubén Darío Buitrón
Comentario

Dorys Rueda
Octubre, 2025
Este poema forma parte del libro Ellas, esencia del verso, de Rubén Darío Buitrón y Dorys Rueda, cuya publicación está prevista para 2026. En esta obra, cada una de las doce figuras femeninas que habitan los poemas del autor —escritos a lo largo de un año— es leída como arquetipo de lo inalcanzable, como voz que surge desde el silencio y la confesión, como paisaje donde el deseo y la pérdida se reflejan en los objetos cotidianos, y como mito íntimo que convierte la herida en signo perdurable. A través de estos planos, el libro revela cómo la ausencia se transforma en materia poética y cómo el amor, aun desde su imposibilidad, sostiene la palabra que intenta nombrarlo.
En cuanto a Zoé 2, el poema se abre con un gesto de imposibilidad: “Te busco, Zoé, en los pliegues más ocultos de tu conciencia”. Desde el inicio, la figura de Zoé se configura como arquetipo de lo inalcanzable, aquello que no se halla en la superficie ni en lo tangible, sino en un territorio interior al que el hablante no puede acceder. La repetición de la impotencia —“allá donde no llego con mis pasos extraviados e inseguros, allá donde no llego con mis intuiciones tan equívocas”— insiste en la paradoja: cuanto más se la busca, más imposible resulta alcanzarla.
En esa tensión, la voz lírica se confiesa sin esperar respuesta. La declaración “tú misma eres suficiente para ti, solo tú conoces el peso del viento que te lleva” marca el carácter autónomo de Zoé, impermeable a la necesidad del otro. No es interlocutora plena, sino presencia que se resiste al vínculo, obligando al yo lírico a desplegar un monólogo confesional. Así, lo que podría ser diálogo se convierte en desahogo: “Solo quiero verbalizar mis pesadillas matutinas, contarte cuántos y cuáles son mis monstruos escondidos”. La voz parece prestada a la ausencia, como si Zoé habitara en lo no dicho, en las preguntas temidas y nunca pronunciadas.
Ese desdoblamiento se proyecta en un paisaje de rutinas vacías. El yo poético intenta sostener su dolor con gestos mecánicos: “Debo fingir que no me dueles, simular que nunca voy a los muelles a esperar tu alma, debo tener en desorden la bitácora de todos los trenes del mundo”. Los muelles, los trenes, las infusiones de menta y valeriana se convierten en símbolos de una espera disfrazada, un fingimiento que pretende normalidad mientras todo se desmorona. El paisaje externo refleja así un estado interior: escenografía precaria que encubre el temblor de la pérdida.
La clausura del poema eleva a Zoé al rango de mito íntimo. La imagen de “unos pájaros, Zoé, que hace tiempo se estrellaron contra las rejas de mis ventanas ciegas” condensa la tragedia: lo que debía ser vuelo se convierte en ruina, lo que prometía libertad choca con el límite infranqueable del encierro. En esos pájaros muertos late la metáfora de los intentos fallidos de amar, de abrir un espacio compartido, de hallar sentido en lo imposible. La repetición de su nombre en esa imagen final transforma la herida en rito: Zoé no es ya mujer concreta, sino signo de lo que se escapa y, por escaparse, se vuelve absoluto.
El poema no concluye, se abre hacia la herida que nunca cicatriza. Zoé permanece como figura de lo ajeno, de lo que no puede poseerse y, sin embargo, se convierte en centro de la palabra poética. El yo poético queda rodeado de pájaros caídos, de ventanas ciegas y palabras inútiles, pero en esa imposibilidad descubre también el único modo de sostenerse: nombrar lo irrealizable. Así, el texto se expande hacia el lector como espejo de toda búsqueda fallida, recordándonos que el amor, en su imposibilidad, también se transforma en forma de permanencia.

