
El tiempo se resquebraja, Lum. Se parte. Se fisura.
Estalla en pedacitos como migas de pan, como esquirlas de balas o como pesadillas dispersas alrededor de la madrugada.
Tú, Lum, ¿deberías exigir recompensa por el día más infame, por las horas más infelices, por el instante no aprehendido alguna noche?
El tiempo tropieza consigo mismo. Crea burbujas momentáneas. Nada dura. Nada es predecible.
Tú, Lum, ¿podrías pedir auxilio al borde de la noche entre truenos, rayos, relojes y campanarios desabrochados? ¿Podrías preguntar al pasado dónde se perdió el presente, en qué minuto se desestimó y se cubrió de vergúenza?
El tiempo tambalea, Lum. Gira. No logra controlar sus movimientos. Cae.
¿Aún permanecemos en pie? ¿Hemos intentado correr en dirección contraria a los cataclismos?
Decían que el tiempo era amor, era luz, era sexo, era un puente entre historia y desesperanza.
¿Lo crees, Lum? Yo no. El tiempo está muerto.
Nadie asistirá a su extinción. Nadie hará las preguntas decisivas. Nadie, ni siquiera Dios desde su escondite. Todo es extravío. Ya nada existe en ninguna parte.
Los mitos solo fueron un reloj de arena sin fluir ni atravesar, sin hombre ni mujer en el inútil gesto de volver a Adán, Eva, la serpiente, la manzana.
Agónico y sin memoria, Lum, el tiempo flota sin rumbo a la espera del destierro hacia sí mismo.
Rubén Darío Buitrón
Comentario

Dorys Rueda
Octubre, 2025
Leer a Lum es adentrarse en un territorio donde el tiempo se deshace entre los dedos. Su voz no pertenece al calendario ni a la memoria: vibra en la grieta del reloj, en esa frontera donde los segundos se quiebran y la duración se vuelve herida. Todo en el poema ocurre en un límite incierto, entre la caída y la espera, entre lo que fue y lo que ya no tiene nombre.
Lum encarna el arquetipo de la conciencia del tiempo roto, una figura que no busca amar ni ser amada, sino comprender el derrumbe del instante. En ella el tiempo no avanza: se fisura. Su nombre breve —como una chispa o un destello— condensa la paradoja que atraviesa el poema: ser luz que no ilumina, claridad que no alcanza a sostener el mundo. A diferencia de otras figuras que se mueven en la memoria del deseo, Lum habita el territorio de la descomposición: es testigo y víctima del colapso temporal. Cuando el yo lírico le dice: “El tiempo se resquebraja, Lum. Se parte. Se fisura.”, la invoca como fuerza que presencia la extinción de la duración. Ella no simboliza la ausencia del amor, sino la imposibilidad del presente, y en esa imposibilidad, el mito del tiempo lineal —el que promete continuidad— se rompe para siempre.
El poema oscila entre la voz del yo poético y el eco de Lum, que nunca responde. Cada pregunta —“¿Podrías pedir auxilio al borde de la noche?”, “¿Lo crees, Lum?”— se estrella contra el silencio. Pero ese silencio no es vacío: es la materia de la que el poema está hecho. La voz se quiebra en su propia insistencia, se repite como un reloj que marca horas sin sentido. Lum, por su parte, permanece muda, pero su presencia sonora —su nombre— marca el ritmo del poema. Cada vez que es pronunciada, el tiempo se suspende. La ausencia de respuesta se convierte en afirmación: el silencio es la única forma posible de comprender el caos. Lum no calla por indiferencia, sino porque su silencio marca el límite de lo decible, la frontera donde el lenguaje se detiene ante lo que ya no puede sostener, dejando al lector frente al vértigo del sentido que se apaga.
El espacio del poema es un paisaje quebrado. No hay calles ni mares ni casas: hay esquirlas, truenos, relojes desabrochados. Todo lo que aparece está en proceso de disolución. El tiempo —más que un fondo— es un personaje agónico que se desmorona ante los ojos de Lum. El yo poético observa: “El tiempo tambalea, Lum. Gira. No logra controlar sus movimientos. Cae.” Esa caída marca la pérdida del orden: el universo entero entra en una espiral sin retorno. El tiempo aquí no es circular ni lineal: es errático, enfermo. Su descomposición arrastra también la idea de identidad. La voz que pregunta “¿Aún permanecemos en pie?” ya no distingue entre cuerpo y ruina. Lum asiste al fin del movimiento, a la imposibilidad del fluir. Todo se detiene en un presente absoluto, suspendido como un cristal a punto de quebrarse.
Cuando el poema declara “El tiempo está muerto”, no enuncia una metáfora, sino un acto fundacional. Lum preside el funeral del tiempo y, al hacerlo, inaugura otro mito: el de la extinción como principio creador. En ese mundo sin cronología, los mitos antiguos —Adán, Eva, la serpiente, la manzana— se reducen a “un reloj de arena sin fluir ni atravesar.” Lum se convierte así en la guardiana del fin: una figura que contempla la ruina y la transforma en revelación. Su nombre —que evoca luz pero también límite— sugiere el último resplandor antes del apagamiento. El poeta la invoca no para salvar el tiempo, sino para aceptar su disolución. En esa aceptación se cumple el destino poético: escribir no para detener el fin, sino para nombrarlo, y en ese acto, encender una última chispa antes del silencio.
Lum representa el instante en que la palabra se enfrenta al colapso del mundo y elige permanecer. En ella, el poema encuentra su verdad más radical: cuando el tiempo muere, solo la conciencia poética sobrevive. Lo humano, lo divino y lo mítico se confunden en un mismo gesto: mirar cómo todo se apaga y, sin embargo, seguir pronunciando el nombre de la luz.
Así, el poema se erige como un altar en ruinas donde el lenguaje aún respira: un testimonio del instante que se deshace y, al mismo tiempo, permanece.
Síntesis interpretativa de los ejes
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Eje |
Síntesis |
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Arquetipo esencial |
Lum encarna la conciencia del tiempo roto: luz que presencia el fin y se mantiene encendida en medio del derrumbe. |
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Voz y silencio |
Su diálogo con el hablante es imposible: responde con el peso de su mutismo, haciendo del silencio una frontera de lo decible. |
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Paisaje y tiempo |
El espacio del poema es fragmento y ruina; el tiempo, un cuerpo que cae sin poder detenerse. |
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Mito y creación |
Lum se vuelve guardiana del fin: su nombre ilumina el instante en que el tiempo muere y la poesía lo reinventa como eternidad. |
Así, el poema deja de ser únicamente una elegía del tiempo: se transforma en un espejo donde la conciencia contempla su propia extinción. Lum no representa el final, sino la lucidez que habita en los bordes del fin. Allí, donde el reloj deja de girar y la palabra apenas respira, el silencio se convierte en la última forma de permanencia. Lo que queda no es la luz, sino su memoria: un resplandor que continúa ardiendo después del tiempo. En esa persistencia tenue, el poema alcanza su verdad más profunda: que incluso en el colapso, la palabra puede ser forma de resistencia. Lum, guardiana del instante, permanece entre la ruina y la claridad, como si su nombre custodiara la respiración misma del tiempo que ya no existe.

Libro inédito, 2026
