Tiene la noche su ojo insomne
incrustado en cada lecho,
su cuerda de esparto amarrada
a los tobillos del demente,
su tragaluz para acechar estrellas.
Con pose de gran señora, se sienta
en la mecedora vacía y silenciosa
mira en el gran reloj de la sala
el paso de las horas, de los sueños
con su secreta humedad y su espanto.
La noche vigila los restos de comida,
la baba que rueda, la mano que aprieta
el aire, el llanto apagado bajo la almohada,
el ronquido, el alarido, la podredumbre
de la gran ciudad infestada de ratas.
La noche oculta sus pasadizos,
Densas puertas de nieblas que se abren
A catacumbas invisibles a la luz,
Grietas en las que desova el monstruo,
Humedales donde se ahoga la memoria
De los vivos y el recuerdo de los muertos.
COMENTARIO
Dorys Rueda
Agosto, 2025
ANÁLISIS ESPACIAL
En La noche, Edgar Allan García configura un universo poético donde la noche no es un simple telón de fondo, sino un personaje central: inquietante, vigilante, activo.
A lo largo del poema, la noche se desplaza por distintos espacios —del cuerpo a la casa, de la ciudad al subsuelo— en un recorrido descendente que revela el lado oculto de lo humano y de lo social.
A través de imágenes densas y sensoriales, el poema construye un mapa oscuro y simbólico que transforma lo cotidiano en territorio de espanto. Este análisis propone una lectura espacial del poema, observando cómo se ordenan y se encadenan los distintos niveles del texto: el cuerpo, la casa, la ciudad y el inframundo.
El cuerpo
“La noche se sienta junto al sueño y lo interroga”
El primer espacio que aparece es el espacio íntimo del cuerpo dormido, donde la noche se presenta como una intrusa que se instala en la fragilidad del sueño.
Desde el verso inicial —“Tiene la noche su ojo insomne incrustado en cada lecho”— se sugiere que la oscuridad penetra los dormitorios, convirtiendo el descanso en un campo de vigilancia.
Esta mirada no es pasiva: amarra con “cuerda de esparto” a los dementes, controla los movimientos involuntarios del durmiente, observa “la baba que rueda” y “la mano que aprieta el aire”. El cuerpo es retratado en estado de indefensión, como si la noche lo examinara con una lupa cruel.
El llanto bajo la almohada y los ronquidos también son parte de su inventario. En este nivel, la noche se asocia con el desborde de lo emocional y con lo orgánico, lo corporal, lo que escapa al control racional.
Así, el poema inicia desde el interior del ser, desde la cama como umbral del delirio y se dispone a expandirse.
La casa
“La noche cruza el umbral y se instala en la mecedora vacía”
El segundo espacio que atraviesa el poema es el hogar, especialmente la sala, que actúa como una extensión del cuerpo pero también como transición hacia lo social.
Allí, la noche adopta una forma femenina y ritual: “con pose de gran señora, se sienta en la mecedora vacía y silenciosa” y mira el reloj de la sala.
Esta imagen trasciende lo doméstico. La noche ya no solo observa lo que el cuerpo hace mientras duerme, ahora presencia el lento deterioro del alma y del hogar.
La casa, lugar de intimidad, se vuelve territorio de acecho, como si los objetos cotidianos —el reloj, la silla— adquirieran un silencio demasiado elocuente. Desde este umbral inquietante, el poema se prepara para salir de la casa y adentrarse en lo colectivo.
La ciudad
“Cuando la luz duerme, la noche enumera las ruinas”
Ese paso nos lleva al tercer espacio: la ciudad como escenario de podredumbre y vigilancia social.
Aquí, la noche deja de enfocarse en lo personal para mirar lo que el sistema oculta: los residuos, las grietas, las criaturas que salen solo cuando cae el sol.
El texto señala que “vigila los restos de comida” y concluye con dureza: “la gran ciudad infestada de ratas”.
Esta imagen, cargada de crítica, muestra a la noche como testigo de la decadencia urbana, del abandono, de la marginalidad.
La oscuridad revela lo que la luz finge no ver. A través de esta mirada nocturna, lo social se corrompe y la civilización aparece como una fachada que se desmorona en cuanto llega la sombra.
Esta tercera capa espacial amplía la mirada y transforma a la noche en una suerte de conciencia crítica, que atraviesa techos, paredes y estructuras para mostrar lo que verdaderamente habita en los rincones del mundo moderno.
El inframundo
“En lo más hondo, la noche abre puertas que no deberían existir”
El cuarto y más profundo espacio que plantea el texto es un inframundo poético donde reina el olvido y habitan los monstruos.
Aquí, la noche ya no solo observa: se convierte en territorio. Aparecen “pasadizos”, “densas puertas de niebla”, “catacumbas invisibles a la luz”.
Estos espacios no tienen forma precisa, no pertenecen al mundo tangible, sino que funcionan como grietas en la realidad, fisuras por donde se cuelan el miedo, la culpa y lo reprimido.
La imagen de “las grietas en las que desova el monstruo” alude a la fecundidad tenebrosa de la noche: es matriz de todo lo que la conciencia rechaza.
En “los humedales donde se ahoga la memoria de los vivos y el recuerdo de los muertos”, el poema sugiere que el olvido es un pantano en el que se hunden tanto los recuerdos como las identidades.
En este nivel, la noche alcanza su dimensión más abismal, más arquetípica. Ya no es solo un fenómeno físico ni una metáfora: es el inframundo en el que se disuelven los límites entre lo vivo y lo muerto, entre lo real y lo imaginado.
En conclusión, el recorrido espacial que traza el poema —del cuerpo a la casa, de la ciudad al subsuelo— configura un mapa descendente, casi iniciático, donde cada nivel desnuda una nueva capa de lo oscuro. En manos de Edgar Allan García, la noche deja de ser una simple metáfora de la oscuridad para convertirse en un territorio complejo, sensible y simbólico que impregna y transforma cada espacio que toca.
La noche no es un tiempo destinado al descanso, sino un viaje hacia lo oculto, hacia lo que se calla y permanece fuera de la luz. Y es precisamente en ese descenso —de lo íntimo a lo colectivo— donde el lector comprende que el poema no solo retrata la noche exterior, sino también la noche interior que cada ser humano alberga y a la que, tarde o temprano, debe asomarse.