Ten piedad, dijo, de los que aman
y sin embargo matan, de los que encienden
el brasero para dar de comer a los extraños
y luego estrangulan a sus hijos con palabras afiladas,
de los que tocan el tambor de hojalata
para espantar a las hienas pero sucumben
ante los nigromantes de la tribu,
de los que adoran el círculo perfecto
mientras arrojan el engendro a los basureros,
de los que saben y de los que no saben
que saben pero juntos levantan el cadalso.
Ten piedad de mí, dijo, y de los que como yo
creen sin creer y tienen miedo de tu misericordia.
COMENTARIO
Dorys Rueda
Agosto, 2025
En Oración del condenado, Edgar Allan García construye una plegaria que se aparta de la oración convencional para convertirse en un inventario de contradicciones humanas.
La voz del condenado pide piedad no solo para sí mismo, sino para aquellos que encarnan la paradoja moral: los que “aman y sin embargo matan”, los que “encienden el brasero para dar de comer a los extraños” y luego “estrangulan a sus hijos con palabras afiladas”. Cada imagen presenta un gesto de cuidado inmediatamente seguido por un acto de destrucción, revelando la fragilidad de las virtudes cuando conviven con las sombras.
La letanía continúa con figuras que aparentan valentía pero revelan fragilidad, como aquellos que “tocan el tambor de hojalata para espantar a las hienas pero sucumben ante los nigromantes de la tribu”. El tambor de hojalata funciona aquí como una defensa precaria, un gesto de resistencia más ruidoso que efectivo, mientras que las hienas simbolizan las amenazas externas y los nigromantes, el poder oscuro y seductor capaz de doblegar voluntades. También aparecen los que “adoran el círculo perfecto mientras arrojan el engendro a los basureros”, imagen que contrapone el culto a un ideal absoluto con el desprecio hacia lo imperfecto o indeseado.
En este universo no hay división clara entre sabiduría e ignorancia, pues “los que saben y los que no saben” terminan juntos “levantando el cadalso”. La súplica final, “Ten piedad de mí, dijo, y de los que como yo creen sin creer y tienen miedo de tu misericordia”, abre una grieta de honestidad: el condenado reconoce que la fe, como la moral, puede ser ambigua y que incluso el acto de creer puede coexistir con la duda y el temor.
La estructura en verso libre, sin rima ni métrica fijas, y la repetición de la fórmula “de los que…” crean un ritmo de letanía que refuerza la dimensión oracional del poema. El tono oscila entre la ironía y la compasión, y sitúa al hablante en un espacio intermedio: juez y acusado, testigo y partícipe de las mismas culpas que enumera. Así, la misericordia solicitada se vuelve radical, porque no se pide para inocentes, sino para aquellos que encarnan la incoherencia y el quebranto que nos atraviesan a todos.