En Año Viejo, además de despedir el calendario, también podríamos despedir algunas cosas pequeñas, casi invisibles, que se nos quedaron pegadas a la rutina. No son grandes errores ni pecados domésticos; son gestos cotidianos, escenas mínimas que repetimos sin darnos cuenta, como si alguien más hubiera escrito el libreto de nuestros días y nosotros solo lo estuviéramos representando.

Porque, si uno mira con atención, la vida diaria tiene mucho de teatro.

Revisamos el gas dos veces. A veces tres. No por desconfianza, sino porque el cuerpo ya aprendió el movimiento. Cerramos el microondas y, después de un momento, volvemos a mirar para confirmar que sigue cerrado. Nada cambió, pero igual comprobamos. Es un pequeño rito, casi solemne, como en las tragedias antiguas, donde el coro regresa una y otra vez al mismo punto, sabiendo de antemano el desenlace. Sófocles habría entendido bien esa fidelidad al destino doméstico.

Luego caminamos por la casa revisando luces, puertas, rincones, más por costumbre que por necesidad. Revolvemos todo buscando el celular, mientras lo llevamos en la mano, lo sentimos vibrar en el bolsillo o en la cartera. Es una coreografía repetida, un acto silencioso donde el objeto perdido siempre reaparece, como si obedeciera a una marca escénica.

Entramos a una habitación convencidos de que vamos a hacer algo importante y, al llegar, nos quedamos quietos, tratando de recordar qué era. El cuerpo llegó; la idea se perdió por el camino. Decimos “ya voy” y no vamos a ningún lado durante varios minutos. Hay intención, hay pausa, hay silencio. Falta la acción. Shakespeare habría sonreído: demasiadas palabras por dentro y nadie que se mueva del sitio.

Para acompañar el silencio, ponemos música. No para escucharla de verdad, sino para que nos haga compañía, como una escenografía sonora. La música cumple su papel y se retira discretamente. Después, si alguien pregunta qué canción sonaba, no lo sabemos. Estuvo ahí, pero no salió a escena.

En la cocina, la obra cambia de tono. Abrimos el refrigerador para comer algo. Lo abrimos con hambre, pero también con culpa. Nos decimos que no deberíamos comer por la hora, por la dieta, por lo que prometimos ayer. Cerramos la puerta. La volvemos a abrir. Y terminamos comiendo igual. Aquí la vida se vuelve comedia: promesas solemnes seguidas del gesto exactamente contrario. Molière habría aplaudido ese talento para decir una cosa y hacer otra con total convicción.

Incluso preguntamos “¿qué hay para comer?” sabiendo perfectamente la respuesta. No es hambre; es costumbre. Y guardamos la vajilla más cara “para después”, para cuando sea la ocasión, como si la vida avisara cuándo viene lo importante y no improvisara todo el tiempo.

El drama doméstico alcanza su punto alto cuando no aparece el control de la televisión. Lo buscamos como si se tratara de un objeto trágico, extraviado por obra del destino. Hay desesperación y silencios tensos. Una tragedia breve, en un solo acto, que casi siempre se resuelve con un final previsible.

En silencio, también ensayamos discusiones. Regañamos mentalmente a quien no está presente, con gestos incluidos, como si el reclamo mereciera una puesta en escena completa. Un monólogo intenso, sin público ni respuesta, pero cargado de verdad emocional. Aquí el teatro se vuelve interior, casi doméstico, como en las obras de Henrik Ibsen, donde los conflictos no necesitan grandes escenarios para existir.

Y, entre todas esas escenas, hay una especialmente delicada: la de prometerse que algún día le diremos a esa persona que la amamos. No hoy, no ahora. Cuando sea el momento.  Mientras tanto, el amor espera en pausa, ensayado, contenido, como en las obras de Antón Chéjov, donde lo más importante casi nunca se dice en voz alta y el silencio sostiene toda la emoción.

Entonces llegan las promesas del último acto. Decimos que nunca más volveremos a discutir con la pareja, con los hijos, con los compañeros de trabajo o con los subalternos. Lo decimos convencidos. Y discutimos igual, solo que con mejores argumentos. Prometemos que desde el lunes todo cambiará: la dieta, el gimnasio, la paciencia. Ese lunes que siempre parece esperar entre bastidores.

Juramos que no vamos a gastar más dinero en ropa, en el carro o en cosas suntuosas, justo antes de encontrar una oferta que, evidentemente, no se puede dejar pasar. Decimos que vamos a perdonar y, cada vez que recordamos la ofensa, la recordamos con más rabia, como si el recuerdo ensayara su papel con mayor intensidad. Y nos convencemos de que seremos menos autoritarios y más tolerantes, pero seguimos dando órdenes, solo que con voz suave y gesto comprensivo.

Tal vez en Año Viejo no se trate solo de despedir el año, sino de bajar el telón a estas pequeñas escenas automáticas. No para eliminarlas todas, sino para mirarlas con cariño. Porque, al final, la vida cotidiana también es teatro —a ratos tragedia, a ratos comedia— y reconocernos en escena puede ser una hermosa forma de volver a empezar.

 

 Dorys Rueda, Reflexiones Volumen 2, 2026.

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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