En Año Viejo, además de despedir al calendario, también convendría despedir algunas costumbres digitales que ya cumplieron su ciclo. Como esa manía de revisar el celular cada cinco minutos, no porque haya pasado algo importante, sino por si acaso. Como si la pantalla fuera a confesarnos un secreto o como si el sentido de la vida estuviera a punto de aparecer entre notificaciones repetidas.
Tal vez por ahí también podríamos dejar las contraseñas que olvidamos apenas las creamos, pero que seguimos cambiando “por seguridad”, y esas aplicaciones que prometían ordenarnos la vida mientras duermen tranquilas en la pantalla. No las borramos, pero tampoco las usamos. Ahí están, como recordatorios de buenas intenciones que nunca se concretaron.
Y ya que estamos en eso, no estaría mal aprender a dejar el teléfono a un lado cuando alguien nos habla. No porque el mensaje no importe, sino porque la persona que está frente a nosotros también merece atención completa, aunque la notificación se sienta urgente y nos mire con insistencia desde la mesa.
Quizás el año nuevo nos invite a no responder mensajes solo por compromiso, sobre todo cuando no sabemos qué decir y el silencio sería más honesto. A escribir “ok” creyendo que tiene mil matices —ok amable, ok cansado, ok resignado, ok molesto— cuando del otro lado apenas se percibe uno solo.
Conviene también despedirse de los audios eternos, cuando la respuesta cabría perfectamente en una sola frase. De leer y no responder mientras ensayamos la respuesta durante horas, como si estuviéramos rindiendo un examen final, y de esa confusión tan moderna entre rapidez y cercanía, como si contestar al instante fuera prueba suficiente de estar presentes.
Sería un alivio, además, dejar de gritarle al autocorrector —que bastante hace con lo suyo— y abandonar el hábito de borrar y reescribir el mismo mensaje hasta que ya no dice nada. Tal vez incluso jubilar ese “luego hablamos” que escribimos sabiendo, en el fondo, que ese luego casi nunca llega.
Y, finalmente, podríamos soltar los mensajes masivos sin nombre ni contexto, enviados como si todos fuéramos exactamente iguales, y la costumbre de tomar fotos de todo, olvidando que algunas cosas se guardan mejor mirándolas con los propios ojos.
Pero así como hay hábitos digitales que conviene dejar en el Año Viejo, también hay otros que vale la pena conservar. Porque el celular, usado con intención, no es el enemigo. A veces es puente. A veces refugio. A veces simple compañía en días largos.
Vale la pena conservar los mensajes enviados con cariño, esos que nacen del amor y no del compromiso. Los “llegué bien”, los “pensé en ti”, los “te extraño”, los “te quiero muchísimo”. Mensajes breves y honestos, que no necesitan adornos porque ya vienen llenos de sentido, como si el corazón hubiera aprendido a decir lo justo.
También merece quedarse la posibilidad de acortar distancias: las llamadas que abrazan cuando no se puede estar cerca, las videollamadas imperfectas donde se cruzan risas, silencios y fondos desordenados. No importa la calidad de la señal cuando la intención es clara.
Conviene conservar las fotos que sí cuentan algo. No todas. No por acumulación. Solo esas pocas que guardan un gesto, una mirada, un momento que, al volver a mirarlo, nos devuelve una emoción intacta.
Que se quede también el silencio elegido: ese momento en que guardamos el celular para estar presentes, pero sabiendo que volveremos a él sin culpa. Y la posibilidad de aprender, de leer, de escuchar música, de encontrar palabras que acompañan cuando las propias no alcanzan.
El año nuevo no nos pide apagar el celular ni huir de la tecnología. Nos propone algo más simple y más humano: usarla sin que nos use, estar un poco más atentos, un poco más disponibles, un poco más aquí.
Porque cuando la tecnología suma, acompaña.
Y cuando acompaña, también puede sentirse como hogar.
Dorys Rueda, Reflexiones Volumen 2, 2026
