Hay amores que regresan sin pedir permiso, porque no viven del calendario. Son las personas que ya no están con nosotros y que, aun así, dejaron algo marcado en nuestra manera de amar. En Navidad se acercan con más claridad: en una frase que repetimos sin darnos cuenta, en un gesto heredado, en un villancico que suena de pronto. No llegan como celebración, sino como memoria. Esa música antigua acomoda algo por dentro y nos recuerda que el amor no termina cuando alguien falta; simplemente aprende otra manera de regresar.

Pero también hay un amor que no aparece solo en Navidad ni necesita anunciarse. Es el que está. El que sostiene y acompaña todos los días. Tiene una música baja, hecha de conversaciones sencillas, de silencios compartidos, de rutinas que se vuelven hogar. No necesita parecer extraordinario para ser verdadero. Se equivoca, falla y al día siguiente intenta rectificar. No se sostiene por la perfección, sino por la voluntad. Se ha ido construyendo con lo simple, con lo humano: la crianza de los hijos y los nietos, el pan compartido en familia, el caminar juntos, el comenzar de nuevo. No nació en un instante; se fue cultivando con el tiempo. Por eso es tan real: porque no vive del recuerdo ni de la expectativa, sino del ahora.

Y en ese mismo presente vive también el amor por el prójimo, por quienes más necesitan. No siempre lo reconocemos como amor. A veces es apenas detenerse un poco más, no pasar de largo, escuchar una historia que no es la nuestra. Compartir lo que hay, aunque sea poco. Ese amor tiene una raíz antigua: nace en un pesebre, en un niño acostado entre lo simple, recordándonos que Dios eligió la fragilidad para acercarse. Desde entonces, amar al otro es inclinarse, hacerse cercano, acompañar sin imponer. Tiene otra música: pasos lentos, voces cansadas, silencios que piden compañía. No se anuncia ni se explica. No busca aplauso ni agradecimiento. A veces ni siquiera recibe respuesta. Pero se queda. Y en ese quedarse, algo se sostiene.

Hay, además, un amor que no pertenece del todo al pasado, aunque venga de él. No mira al futuro como promesa, sino como posibilidad. No se concretó, no porque faltara amor, sino porque faltaron tiempo, lugar o coincidencia; a veces amar no basta para encontrarse y la vida no abre caminos claros. Es un amor que no reclama espacio ni hace ruido, no interrumpe ni exige explicaciones o finales. Permanece de otra forma: su música es un silencio que acompaña, una nota sostenida que no se apaga. No se olvida, porque fue verdadero, y lo verdadero, aunque no se concrete, no desaparece.

Y está también el amor de la expectativa, de la ilusión, de la esperanza. Vive en los jóvenes que esperan con el corazón abierto, y en los adultos que, después de lo vivido, se permiten esperar un nuevo comienzo. No para repetir historias ni corregirlas, sino para empezar distinto. Su música aún no tiene forma, pero se intuye. Es nueva, frágil, posible. Con cuidado, tal vez. Con esperanza. Con ganas de creer, una vez más, que el amor también sabe llegar a tiempo.

El amor es, quizá, un cruce de músicas: el recuerdo que vuelve, el presente que acompaña, el silencio que permanece y la melodía que todavía está por nacer. En medio de ese cruce, un niño acostado en lo simple, sin ruido ni promesas grandilocuentes, nos devuelve a lo esencial: amar es acercarse, hacerse pequeño, quedarse. El amor está ahí. Nos habita. El amor es Navidad.

 

Dorys Rueda, Reflexiones Volumen 2, 2026.

Visitas

005457753
Today
Yesterday
This Week
Last Week
This Month
Last Month
All days
5239
4879
26516
5385505
138507
145074
5457753

Your IP: 57.141.0.6
2025-12-25 23:23

Contáctanos

  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

Siguenos en