
Hay que ser justos: el autocorrector también tiene sus virtudes.
Nos ahorra tiempo, evita desastres ortográficos y, a veces, rescata del olvido una tilde o una letra fugitiva.
Es como un asistente invisible que trabaja sin descanso para que escribamos más rápido, más limpio, más legible.
Y sin embargo, entre tanta eficiencia, también encuentra la manera de burlarse de nosotros.
Hay días en que el teléfono parece conocernos mejor que nosotros mismos, pero se equivoca con más gracia.
Uno escribe “te extraño” y el autocorrector lo cambia por “te estreno”; el romanticismo se vuelve una comedia involuntaria.
Intentas poner “ya llegué” y aparece “ya lloré”: el mensaje pasa de informe a confesión.
Y cuando crees que no puede ir peor, escribes “voy al trabajo” y el teléfono corrige: “voy al fracaso”.
Entonces entiendes que el autocorrector no solo revisa tu ortografía, sino también tu estado de ánimo.
Tiene el entusiasmo de un maestro que no sabe escuchar.
Corrige lo que no necesita arreglo, subraya lo que ya estaba claro y se atreve a mejorar incluso lo que escribimos con el corazón.
Escribes “hola” y él sugiere “holaaaa”, como si supiera más de entusiasmo que tú.
Pones “gracias” y decide cambiarlo por “gracias, igualmente”, convencido de que la cortesía se puede automatizar.
Intentas escribir “ya, está bien” y el autocorrector lo transforma en “ya estás bien”, diagnosticándote sin permiso.
Tiene la manía de mejorarlo todo: las palabras, las emociones, la intención.
Y así, entre comillas y sugerencias, uno empieza a preguntarse quién escribe realmente los mensajes: el ser humano o la máquina que lo interpreta.
A veces pienso que el autocorrector es el espejo más fiel de nuestra época: no tolera la imperfección.
Si escribes “no sé qué decir”, te propone “no sé qué decidir”, porque la duda, para él, es un error que debe resolverse.
Si pones “te quiero”, lo cambia por “te quemo” y entiendes que el teléfono no cree en los amores tibios.
Y si escribes “lo intentaré”, lo convierte en “lo lograré”, convencido de que la motivación también se programa.
Pero el autocorrector no puede corregir lo que habita en lo humano: la torpeza, la duda, la emoción que se sale del margen.
Ahí, entre los errores y las palabras que se resisten a ser perfectas, sigue respirando nuestra voz verdadera.
Dorys Rueda, Reflexiones Volumen 2, 2026
