
Hay presencias que no hablan
y, sin embargo, llenan la casa de sentido.
Basta su paso leve, su sombra moviéndose entre las cosas,
para que el aire cambie de ritmo
y el hogar comience a respirar de otra manera.
Una mascota no es solo compañía:
es una pequeña vida que armoniza lo que el día dispersa,
recuerda la ternura
y convierte la rutina en un ritual silencioso.
Traen consigo un silencio habitado,
hecho de miradas que comprenden,
de gestos que se deslizan junto a la luz.
Nos enseñan a estar, simplemente,
sin exigir, sin preguntar.
Hay días en que el mundo pesa,
y basta su cercanía para que el alma descanse.
No hace falta hablar:
el lenguaje del afecto es otro,
hecho de pausas, de quietudes compartidas,
de esa alegría sencilla de saberse juntos.
Una mascota vuelve humano lo cotidiano.
Nos hace más atentos, más lentos,
más capaces de cuidar sin condiciones.
Y cuando llega el momento de su partida,
queda suspendido en el aire un rumor,
una ausencia que respira,
como si la casa entera guardara silencio.
Pero su huella no se borra.
Permanece en el sonido del amanecer,
en los pasos que ya no se oyen,
en el eco invisible de la ternura que dejaron.
Porque una mascota no se va del todo:
sigue habitando en nosotros,
como una enseñanza que florece en el silencio,
recordándonos que el amor también puede tener alas, orejas, patas o escamas…
y quedarse para siempre
donde habita la ternura.

Libro inédito, 2026.
