
Este texto nació una mañana cualquiera, cuando mi esposo me preguntó por su taza del desayuno. La buscamos entre los estantes con toda la paciencia posible, pero no apareció. Aquella simple búsqueda, tan común y breve, despertó en mí una pregunta mayor: ¿qué guardan de nosotros los objetos?
En casa, cada cosa parece tener una voz propia. Una taza conserva la tibieza de los desayunos compartidos; un libro subrayado retiene la mirada del lector; una lámpara encendida a deshora alumbra las horas en que el sueño se resiste. No tienen memoria por sí mismas, pero la adquieren por contacto, por uso, por compañía. En su silencio, los objetos del hogar hablan de quienes fuimos: son el eco material de nuestra presencia, la escritura más paciente de la vida cotidiana.
Algunos llegan desde más lejos, cargando una historia que no comenzó con nosotros. Un rosario heredado, una medalla, una libreta con una letra que ya no existe: todos traen consigo una voz antigua. Al tocarlos, sentimos que la memoria se vuelve materia. Nos recuerdan que venimos de otros, que somos continuación y no comienzo. Esos objetos heredados son puentes invisibles que enlazan generaciones, guardianes de la ternura que no caduca.
Otros respiran cerca y nos sostienen sin pedir atención. Una carta escrita a mano, una piedra traída de un viaje, un mantel con una mancha que el tiempo volvió recuerdo. En ellos se mezclan la alegría y la pérdida, las promesas y los olvidos. Su lenguaje se percibe con los cinco sentidos: el tacto reconoce la textura que el tiempo suavizó; el olfato despierta un aroma guardado en la madera o en el papel; la vista detiene la luz en los objetos que amamos; el oído distingue el chasquido de una puerta que nos anuncia la rutina; y el gusto revive, en una taza, el sabor de una mañana compartida. Así hablan los objetos: a través del cuerpo, sin pronunciar palabra.
Y más allá de lo visible, también guardamos cosas que no se pueden tocar. En el computador o en el teléfono vive otra forma de memoria: un correo con un poema recibido, una carpeta con rostros que ya no están, un documento sin título que guarda una idea a medio escribir. Incluso lo que permanece en las redes —mensajes antiguos, publicaciones que no borramos, fotografías que aún nos esperan en línea— forma parte de ese archivo emocional. Aunque no tengan peso ni aroma, esos rastros digitales conservan algo profundamente humano: la necesidad de dejar constancia, de permanecer en la memoria del mundo.
Quizá el verdadero gesto no sea conservar, sino escuchar.
Cada objeto —físico o digital— encierra una lección de permanencia: nos recuerda que la vida deja señales en todo lo que toca.
En su silencio, en su brillo o en su forma gastada, perduran las huellas del tiempo y del afecto.
Porque los objetos no son simples testigos: son coautores de nuestra historia, la respiran, la transforman y la siguen escribiendo cuando ya no estamos mirando.

Libro inédito, 2026.
