
Hay mañanas que no comienzan: se defienden.
El cuerpo, todavía soñando, se aferra a la almohada como a la última frontera de la libertad. El despertador suena como si anunciara el fin del mundo. Uno abre un ojo, sospecha que el sol miente y trata de negociar: “cinco minutos más”. Pero el despertador no cree en promesas humanas. Cumple su deber con precisión militar, ajeno a nuestras tragedias existenciales.
En ese campo de batalla, los cuerpos se dividen entre héroes y desertores. Los héroes se levantan al primer sonido, con una dignidad que despierta sospechas. Los desertores, en cambio, activamos la función “posponer” como si fuera un acto de fe: creemos que el tiempo, con un poco de ternura, nos esperará. Pero el tiempo no espera. Y el despertador, menos aún.
Después de perder —con elegancia— la primera batalla, llega la ducha.
Uno busca la temperatura exacta del paraíso y encuentra la del castigo eterno. El agua tibia se hace esperar como una promesa; el agua fría, en cambio, nunca falla a su cita. Entre bostezos y vapores inciertos, el cuerpo despierta antes que la mente. El jabón huye, la toalla se esfuma, y el espejo, empañado, observa sin intervenir. La ducha se convierte, entonces, en una pequeña escuela de humildad: ahí recordamos que el ser humano no domina la naturaleza, apenas negocia con ella.
Superada la ducha, comienza el desafío de vestirse.
El armario se abre como un oráculo caprichoso: la prenda que necesitamos nunca aparece, la camisa que hace juego con el terno decidió desaparecer y los calcetines insisten en llevar vidas separadas. Frente al espejo, la prisa dicta las reglas: lo importante ya no es combinar, sino salir vestido y conservar la dignidad.
Luego llega el momento de peinarse, esa prueba definitiva de autoestima.
El cabello tiene voluntad propia y se comporta como si supiera que llegamos tarde. Hay días en que ni el gel, ni el secador, ni las plegarias logran imponer orden. Y uno termina aceptando que la batalla está perdida: el cabello hace lo que quiere y nosotros fingimos que fue intencional.
Y así, antes del desayuno, ya hemos sobrevivido a cuatro guerras menores.
El día apenas comienza, pero cada uno de nosotros lleva una medalla invisible: la de haber resistido con humor, con sueño y con el cabello aún en disputa con la gravedad. Quizá eso sea la vida: un desfile de pequeñas batallas que libramos cada mañana, con la dignidad en construcción y la esperanza puesta en un milagro tan simple como empezar de nuevo.
Solo entonces llega el verdadero premio de consolación: el primer café del día.
Humeante, imperfecto y necesario, tiene el poder de absolver todos los fracasos anteriores. En su aroma cabe el perdón de la humanidad entera y un tímido deseo de empezar de nuevo. Uno lo sostiene entre las manos como quien abraza una tregua con el día, y por un instante —solo por ese instante— todo parece posible.

Libro inédito, 2026.
