A veces las palabras se gastan de tanto repetirse: las usamos como quien se pone una prenda vieja que ya no abriga. Decimos “estoy bien”, aunque no lo estemos; “mañana hablamos”, aun sabiendo que no habrá mañana; “tranquilo”, mientras el pecho tiembla. A veces soltamos un “no pasa nada” cuando algo sí nos atraviesa, o un “cuídate” que suena más a despedida que a verdadero cuidado. En el día a día pronunciamos fórmulas que se vacían por costumbre, como llaves que ya no abren ninguna puerta. Y cuando el lenguaje se vuelve automático, también se vuelve automática nuestra manera de sentir.

A ese desgaste íntimo se suman los silencios que no son distancia, sino reparación. Son los silencios de quien decide no responder de inmediato para no repetir lo mismo de siempre; o aquellos en los que una conversación se suspende porque ambos intuyen que seguir hablando sería romper algo. También aparecen cuando respiramos antes de decir “lo entiendo”, intentando que esa frase recupere su sentido. En esos espacios quietos, las palabras se reacomodan, toman aire y esperan volver a tener peso. No siempre callamos para evitar: a veces callamos para escuchar lo que aún no sabemos decir.

Pero existen también los silencios que nacen de una espera larga. Silencios cansados, que ya no aguardan respuesta porque saben que, de llegar, vendría disfrazada de “no es un buen momento”, “he estado muy ocupado” o “no te lo tomes personal”. Son frases que parecen contener algo, pero no sostienen nada. Palabras que se vacían no por ausencia, sino por el intento de proteger el corazón. Entonces elegimos callar: porque, a veces, un silencio honesto es más verdadero que un lenguaje que se acomoda a las conveniencias.

Ese desgaste también se cuela en la familia, donde un “haz lo que quieras” puede cerrar puertas, un “como tú digas” puede ser un muro, y un “después hablamos” puede convertirse en un nunca. En casa, las palabras no necesitan gritar para herir: basta con que suenen vacías.

El amor cotidiano tampoco está a salvo. Allí, un “te amo” dicho por inercia pierde brillo; un “lo siento” sin acto que lo sostenga se marchita; y un “estoy aquí”, pronunciado desde la distancia —cuando el cuerpo no acompaña a la palabra— se vuelve apenas una sombra. Los vínculos se resienten cuando lo que decimos deja de coincidir con lo que habitamos, cuando las palabras se repiten sin presencia, como si fueran ritos sin alma.

Y ocurre, además, que las palabras se vacían cuando chocan con el desinterés. Alguien responde con frialdad, con monosílabos, con ese tono seco que apaga incluso lo que aún intentaba decirse. Y quien habla —al constatarlo— empieza también a retraerse: ofrece menos, pregunta menos, guarda lo que iba a compartir porque intuye que caerá en un lugar donde nada prende. Así, un “me gustaría contarte algo” recibe un “ok”; un “te escribo porque te pensé” se desvanece en un “visto”; un “¿qué opinas?” regresa como un “si tú lo dices…”, que no piensa. Ante esa pared, las palabras pierden cuerpo y buscan refugio en el silencio. Porque cuando no hay escucha, el lenguaje no se sostiene: solo cae, se quiebra y termina por callar.

En la educación, el desgaste toma otra forma: palabras que deberían abrir mundos se reducen a fórmulas. Un “participen” dicho sin mirada, un “estudien más” que no acompaña, un “muy bien” que suena igual para todos. Una palabra puede ser semilla o trámite; todo depende del alma que la pronuncie.

En la salud, el lenguaje debería sostener el miedo, pero a veces solo lo desplaza. En una sala de espera, “ya mismo lo atendemos” puede significar horas; “no es grave” no siempre alivia; “tranquilícese” suele tener el efecto contrario. Las palabras pierden cuerpo cuando se dicen sin empatía.

En los rituales sociales, las palabras viajan sin destino. “Feliz cumpleaños”, “bendiciones”, “feliz año”: deseos que se envían sin mirar, sin detenerse, sin presencia. Lo que alguna vez fue abrazo, hoy a veces es hábito.

Y en la tecnología, el lenguaje corre otro riesgo: volverse automático. “Tu llamada es muy importante para nosotros”, “agradecemos su preferencia”, “estamos procesando su solicitud”. Incluso nuestros propios mensajes se reducen a emojis o frases sugeridas por una inteligencia que no nos conoce. Allí, las palabras se vacían porque no nacen de nosotros.

En medio de este desgaste cotidiano, también se resiente el lenguaje público. Las palabras se erosionan en discursos que repiten promesas que no llegan, compromisos que no se cumplen, diagnósticos que cambian cada día. No solo ocurre en las autoridades: también el pueblo, sus voceros y representantes repiten consignas que ya no conmueven. En la política, un “mañana” puede significar “nunca”, y un “estamos juntos” puede ocultar que no hay nadie. Ahí, el lenguaje se vuelve escenario más que verdad.

Y el desgaste se profundiza cuando esas palabras llegan a los pasillos del poder. Allí, los asambleístas pronuncian discursos que no dialogan con la realidad; los partidos presentan lemas pulidos que repiten viejas promesas; y los gremios instalan mesas de diálogo que se levantan antes de escuchar. En ese ir y venir, el lenguaje político se vuelve una coreografía predecible: se mueve, pero no avanza; suena, pero no significa.

En este escenario, incluso las palabras urgentes se diluyen. “Emergencia”, “crisis”, “ayuda”, “detente”: se repiten tanto en titulares y notificaciones que ya no estremecen. Un “alerta roja” puede aparecer junto a un meme; un “última hora” se hunde entre recetas, consejos y promociones. Todo suena a noticia y a ruido al mismo tiempo. Así, el lenguaje se vuelve multitud, y la verdad, apenas un latido que intenta abrirse paso entre voces que no escuchan.

Y ocurre, además, que las palabras se vacían porque no encuentran quién las reciba. Decimos “necesito hablar contigo” y alguien responde “luego vemos”; un “¿cómo estás?” queda sin retorno; un pensamiento largo se reduce a un emoji; un mensaje sentido termina en un “visto”. El lenguaje necesita oído, presencia, un lugar donde caer sin romperse.

Tal vez, entonces, el verdadero peso del lenguaje no dependa de cuántas palabras usamos, sino de cuántas sabemos sostener. Y quizá la tarea no sea inventar vocablos nuevos, sino devolverles refugio a los que ya tenemos. Porque una palabra viva —como una luciérnaga— ilumina poco, pero ilumina de verdad, y solo necesita una mano abierta para no apagarse.

 

 

Dorys Rueda, Reflexiones Volumen 2, 2026.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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