En un mundo donde las pantallas dictan la perfección y los algoritmos calculan el valor, la imperfección surge como un acto de resistencia: el pulso vivo de lo que aún respira. No es un defecto que deba ocultarse, sino una melodía humana que se niega a seguir el ritmo mecánico. Es el comienzo torpe de algo verdadero. En medio de un presente lleno de exigencias y de brillo artificial, el bailarín andino se atreve a moverse con pasos inciertos, levantando polvo y memoria. Sus huellas, desiguales y sinceras, sostienen vida allí donde la uniformidad amenaza con borrarla.
El primer paso es un tropiezo, una pequeña caída que suena como un tambor antiguo. El bailarín duda, teme romper el compás del rito. Pero el suelo, firme y generoso, le enseña que los errores también saben marcar el ritmo. Con el tiempo, el temblor de sus manos se vuelve confianza, y el desorden encuentra su lugar. La danza se transforma en un diálogo entre el cuerpo y la tierra, donde la imperfección deja de ser peso y se convierte en raíz.
La danza cobra sentido cuando el bailarín deja de corregirse y se entrega al pulso del viento, a la música que nace del tambor y del corazón. Sus pasos desiguales dibujan figuras que ningún coreógrafo podría prever, y lo que antes fue torpeza se vuelve expresión. Es un baile que no busca aplausos, que florece bajo el cielo abierto, donde cada error brilla como una chispa de verdad. Allí, en medio del polvo, la imperfección vive sin miedo.
Cuando la música se apaga, algo sigue vibrando. No es la perfección lo que perdura, sino la huella sincera de quien se atrevió a danzar. El bailarín comprende que su viaje no termina en la fiesta, sino en el reflejo de quienes, al verlo, también se animan a mover sus propios pasos. Entonces la imperfección se vuelve herencia: un eco que atraviesa generaciones e invita a bailar sin miedo, bajo un cielo que no corrige, sino que abraza.
Libro inédito