Mi ciudad fue siempre un telar que respiraba. En sus hilos se entrelazaban los sonidos del amanecer y las voces que tejían la vida con gestos sencillos: el saludo que abría el día, el paso compartido, la puerta que se abría sin miedo. Cada hilo era una presencia, una forma de decir aquí estoy, y el aire, al pasar entre las hebras, parecía bendecir la costumbre de estar juntos.
Era un tejido amplio y antiguo, hecho de manos, de caminos y de memoria. Y allí, en lo alto, el monte Imbabura observaba. No era un dios ni un juez, sino un guardián del aliento, atento al pulso que unía cada color con el siguiente, cada hebra con su destino de encuentro. Su calma sostenía lo que el viento apenas rozaba.
Pero un día el telar se detuvo. Nadie supo cuándo ocurrió: si fue el cansancio del alma, una pausa del tiempo o una sombra que se deslizó sin nombre entre los hilos. Las manos dejaron de moverse, el aire se volvió más espeso y el silencio comenzó a ocupar los espacios donde antes habitaba la costumbre de mirarse.
Desde su altura, el monte miró cómo el tejido temblaba. Vio cómo el color se apagaba, cómo los hilos se herían al rozarse, cómo el canto se convertía en grito y el grito en eco. Sintió en su pecho de piedra el desgarro del hilo que se rompe, la tristeza de las voces que ya no se entienden. Y lloró, no con agua, sino con neblina: un llanto lento que cubrió su rostro. Guardó silencio, no por lejanía, sino por respeto al instante en que el tejido parecía olvidar su propio latido.
Desde entonces, el monte respira por todos. En las madrugadas se le oye gemir, como si intentara devolverle aire al telar cansado. Sabe que los hilos no han muerto, pero siente su fiebre. Sabe que bajo la calma aún palpitan diminutas luces de color, heridas, pero vivas. Los vela desde su altura, los cubre con la tibieza de su niebla, temeroso de que la furia de los hombres rompa lo que todavía resiste.
Cuando el viento desciende por sus faldas, lleva murmullos de aliento, como si dijera, apenas: recuerda que alguna vez fuiste uno y que aún puedes volver a entrelazarte.
Y así, el monte espera. Espera con dolor, con una paciencia que sangra por dentro. Sabe que ningún telar vuelve a ser el mismo después de la fractura, que cada hilo, al desgarrarse, descubre el límite de su fuerza. Por eso no anhela el regreso del tejido antiguo, sino el nacimiento de otro: distinto, más humilde, más sabio en su unión. Un telar que respire sin miedo, donde cada color entienda que su brillo depende del de al lado, y que solo juntos puedan volver a formar la figura.
Y cuando el aire nuevo empiece a moverse entre las hebras, el monte cerrará los ojos y su niebla se volverá ligera, como si al fin descansara. Entonces sabrá que la vida, paciente y silenciosa, ha vuelto —sin estruendo— a tejerse de nuevo.
Libro inédito
Octubre 17, 2025