Mi ciudad duerme con los ojos abiertos. Nadie sabe si descansa por cansancio o si la incertidumbre le ha cerrado el pulso. Hay un rumor que atraviesa las calles, un murmullo cansado que no viene del mercado ni de la música, sino del peso del tiempo sobre los días.
Las campanas de la Iglesia de San Luis callan su antiguo llamado, como si tampoco supieran qué nombre pronunciar. Las puertas no se abren, los pasos se han vuelto recuerdo. Hay un silencio que pesa detrás del rumor, un silencio que no pertenece a la noche sino al alma de las cosas. Hay palabras que se disuelven en el aire, otras que buscan desahogo, y en su eco la ciudad parece soñar despierta su propio miedo.
En medio de ese sueño inquieto, el Parque Bolívar ha dejado de murmurar. Las hojas, quietas, parecen escuchar los pasos dispersos que cruzan el suelo. El aire lleva un sonido que no es de juego ni de música, sino una vibración profunda, tejida de cansancio y espera. Las bancas conservan el calor de cuerpos que han pasado, y la estatua, testigo sin voz, guarda el eco de lo que fue. Desde las copas de los árboles, el viento recoge fragmentos de sonidos y los devuelve en ondas suaves, como si intentara ordenar lo que el día dejó revuelto. El parque entero respira con dificultad, suspendido entre la agitación y la memoria. Allí donde antes reinaba la calma, ahora se percibe un pulso distinto, un corazón que no descansa. Y la ciudad, desde su sueño inquieto, parece girar sobre ese punto, como si temiera despertar del todo.
Un poco más allá, la Plaza de Ponchos también sueña inquieta. Sus colores, antes encendidos como un amanecer, yacen bajo los toldos cerrados. Los tejidos parecen contener la respiración, como si temieran moverse y despertar algo frágil. El aire conserva rastros de movimiento, murmullos que se disuelven entre los portales, una vibración leve que parece venir de la memoria misma del lugar. Los puestos vacíos guardan el olor de las manos que los tejieron y los hilos, en su silencio, parecen recordar los nombres de quienes solían reír. En el suelo, una manta olvidada se mueve apenas, tocada por una brisa que no trae alivio. Es el sueño de una plaza que no duerme del todo, que escucha y aguarda, como si quisiera volver a latir sin miedo.
Más abajo, en el Mercado 24 de Mayo, los puestos permanecen vacíos. Las mesas desnudas conservan el polvo y la forma de lo que alguna vez sostuvieron. No hay frutas ni flores: solo la sombra de los colores que fueron. Las paredes, antes cubiertas de voces, ahora devuelven un eco apagado, como si las palabras quisieran volver y no encontraran camino. A ratos, el aire parece recordar los pasos, los saludos, las risas que alguna vez llenaron sus pasillos. En el suelo, las hojas secas de las hierbas medicinales se deshacen sin manos que las recojan. Todo parece contener la respiración. El mercado sueña con sus propios sonidos antiguos, con la algarabía que un día llenó sus techos de música y regateo. Ahora solo queda el murmullo de lo que fue, flotando sobre el silencio, como si el lugar aguardara recordar su razón de existir.
Y más al fondo, la Plaza Cívica, tan amplia, parece contener el pulso detenido de la ciudad. Allí donde antes se alzaban los escenarios y la música derramaba su alegría, hoy resuenan otros ecos. No son cantos ni aplausos, sino un rumor continuo que desvela a las ventanas vecinas. El aire vibra con una energía sin nombre, mezcla de cansancio y desvelo. Las paredes devuelven los ecos, los repiten, hasta que el sonido se confunde con la respiración del suelo.
Las casas también parecen cansadas. Sus paredes guardan un silencio distinto, un silencio que escucha. Tras las ventanas, las luces se encienden y se apagan como párpados inquietos. Adentro, el sueño no llega o se interrumpe: hay respiraciones que esperan, manos que se detienen sobre la mesa, pensamientos que caminan sin rumbo. El rumor de afuera entra por las rendijas y se queda suspendido en el aire, como si quisiera hacerse parte del techo, del pan, del cuerpo. Cada casa es un corazón que late a media voz, temeroso de despertar o de dormir del todo.
Y más allá de la ciudad, la laguna de San Pablo guarda su silencio. Fiel testigo de lo que ocurre y de lo que calla, refleja el temblor de las luces dispersas, el paso del viento, el eco de los sonidos que el agua vuelve suaves. En su hondura, el rumor se disuelve hasta volverse respiración. La laguna observa sin juzgar; sabe que todo sueño, incluso el más inquieto, acaba por rendirse al amanecer. Espera sin prisa, con su piel de agua temblando apenas, a que la ciudad recuerde su ritmo y su voz.
Porque el agua lo comprende todo: que el cansancio también purifica, que el silencio puede ser semilla y que, incluso tras la noche más larga, el día siempre encuentra el modo de volver.
Y cuando eso ocurra, la laguna sonreirá despacio —como quien ve despertar a un ser querido—, sabiendo que la vida, paciente y silenciosa, ha aprendido otra vez el lenguaje de la esperanza.
Libro inédito
Octubre 17, 2025
Fotografía: Marcelo Quinteros