Dicen que la paciencia es una virtud, pero en la vida cotidiana es, más bien, un deporte de alto rendimiento. Las canchas donde se entrena aparecen en los lugares más insospechados: en la fila del banco, en una oficina pública, en la línea de atención al cliente o en la temida espera del técnico de internet.

Cada escenario es un torneo diferente, con su propio calentamiento, sus obstáculos sorpresa y la gloria silenciosa de cruzar la meta.

Hacer fila en el banco es como participar en una carrera de resistencia. El entrenamiento empieza al tomar el turno y elegir el lugar estratégico para esperar, convencido de que eso hará que el tiempo pase más rápido. Cada paso de la fila se siente como una vuelta de pista: breve, engañosa, pero llena de esperanza.

Los obstáculos aparecen sin aviso: alguien en caja cuenta monedas una a una, como si estuviera desgranando maíz. Otro promete “solo una pregunta rápida” y convierte la ventanilla en una sesión de asesoría de media hora. Y justo cuando parece que el turno está cerca, el sistema se desploma y la fila queda congelada diez, quince minutos, tiempo suficiente para que todos suspiren al unísono y alguien, como árbitro del infortunio, sentencie: “Esto siempre pasa”.

En ese instante la paciencia se transforma en atleta profesional: controla la respiración, relaja el rostro y evita mirar el reloj, como si estuviera ya en la recta final. Y cuando por fin llega el turno, el momento sabe a podio y medalla de oro, con aplausos imaginarios incluidos.

Los trámites burocráticos son otra disciplina, más parecida a un circuito de obstáculos que a una simple carrera. El calentamiento comienza al llenar formularios con letra impecable, cuidar los diminutos recuadros como si fueran obra de orfebrería y reunir fotocopias y firmas como quien completa un álbum de cromos.

Pero los obstáculos nunca faltan: descubrir que la fila en la que se esperó media hora era la equivocada, que la persona que debía firmar salió “un momentito”. La paciencia avanza a paso de maratón, estirando los segundos como si fueran kilómetros.

Cuando al fin el documento se entrega, se levanta en alto como una antorcha olímpica para celebrar la victoria.

Llamar al servicio al cliente es como inscribirse en una maratón sorpresa: nadie sabe cuántos kilómetros tiene ni si realmente habrá línea de meta. El precalentamiento consiste en seguir la rutina de botones: “marque uno, marque dos, marque tres…”, mientras la voz metálica dicta la coreografía.

Después llega la resistencia mental: la música de espera se repite hasta quedar tatuada en el cerebro. A los cinco minutos se tararea sin querer, a los quince uno empieza a dudar de sus decisiones de vida y a los veinte sospecha que es un castigo kármico por algo que hizo en otra vida.

La paciencia se estira como goma elástica, hasta que finalmente una voz humana responde. En ese instante no se sabe si llorar, agradecer de rodillas o reclamar por el sufrimiento soportado, pero lo cierto es que el alivio se siente como cruzar la meta.

La gran final es la espera del técnico de internet, la prueba reina de la paciencia. Conseguir la cita ya es una victoria, después de explicar el problema tantas veces que podría grabarse un podcast.

Luego comienza la prueba de resistencia física: levantarse temprano para esperar en esa franja de tiempo que va “entre las 8 y las 13 horas”, tan amplia que alcanzaría para cocinar el pavo de Navidad y preparar el postre.

El entrenamiento mental consiste en reorganizar la agenda, cancelar reuniones y permanecer en alerta máxima ante cualquier ruido: el timbre, un golpe de puerta o el perro que ladra. Cada camioneta que pasa frente a la casa hace que el corazón se acelere como si viniera el atleta con el relevo, solo para descubrir que es el repartidor de gas o el vecino de regreso del mercado.

Si el técnico no llega, la paciencia debe prepararse para otra jornada de competencia; si llega, empieza la carrera contrarreloj: mover muebles, desenredar cables, encontrar enchufes escondidos y mantener la sonrisa.

Cuando el internet revive, las páginas se abren como fuegos artificiales y el router se levanta como si fuera la copa del mundo.

Tal vez por eso la paciencia no es una virtud pasiva, sino una atleta silenciosa que se entrena en cada espera. El verdadero récord no está en llegar primero, sino en terminar el día con la sonrisa puesta, colgar las zapatillas como quien guarda una medalla y dormir con la certeza de que, en cualquier momento, volverá a sonar el silbato para la próxima competencia.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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