A todos nos pasa: estamos a punto de salir y el universo decide poner a prueba nuestra paciencia. Para unos, son las llaves que se esfuman; para otros, los documentos que se esconden justo cuando más se necesitan. A veces desaparecen los lentes, las pastillas o el dinero como por arte de magia. Otras veces es la cartera que juega al fantasma, el celular que muere sin aviso o el paraguas que se esconde justo el día que llueve. También puede ser el reloj, el estuche de los audífonos, el cargador o la tarjeta del bus. Y, por supuesto, siempre ocurre cuando más apurados estamos.
Entonces comienza la coreografía del caos. Vaciamos bolsos, abrimos cajones como quien busca un tesoro, metemos la mano en el cesto de ropa sucia, espiamos debajo de la cama y hasta abrimos la nevera, por si acaso. La casa se convierte en un campo de búsqueda: cada rincón parece sospechoso. Y entre tanto revoloteo aparecen reliquias que no esperábamos: un pendiente huérfano, el ticket de un concierto que ya habíamos olvidado, una moneda que creíamos perdida, facturas arrugadas, la tapa de un bolígrafo sin su bolígrafo y aquella carta que juramos enviar algún día.
Suspiramos con dramatismo, lanzamos quejas al aire y hasta le hablamos a los objetos: “¡Vamos, aparece de una vez!” Nos llevamos las manos a la cabeza y miramos el reloj cada dos minutos —el del celular, porque el de pulsera sigue en paradero desconocido— y abrimos el mismo cajón por tercera, cuarta y quinta vez, convencidos de que, si lo miramos lo suficiente, las llaves se materializarán por pura presión psicológica. La prisa nos aprieta el pecho, el corazón late como si marcara la cuenta regresiva y sentimos que el tiempo se nos escurre entre los dedos.
Al final, todo aparece en los lugares más inusuales: las llaves en el bolsillo de la chaqueta que no usamos desde la semana pasada; los documentos entre las páginas de un libro, como si fueran un separador improvisado; el billete en el pantalón de ayer, doblado con precisión quirúrgica; los lentes reposando en el baño junto al jabón; la tarjeta del bus escondida entre los cojines del sofá; y el paraguas, firme detrás de la puerta, como si hubiera estado allí vigilando todo el tiempo.
Entonces prometemos solemnemente que esto no volverá a ocurrir, aunque sabemos —nosotros y la casa— que, en cualquier momento, la escena podría repetirse.
Cuando por fin cerramos la puerta y damos unos pasos, llega la sospecha: ¿dejé la estufa encendida? ¿apagué el gas? ¿la plancha de la ropa? ¿la del cabello? ¿el cargador sigue enchufado? ¿dejé el equipo de sonido prendido? Entonces, aparece la duda tecnológica: ¿le pedí a Alexa que lo apagara o solo lo pensé en voz baja?
No queda alternativa: regresamos sobre nuestros pasos. La inspección es meticulosa, casi ceremonial. Primero las perillas de la cocina, una por una, como si estuviéramos desactivando una bomba. Luego el gas, confirmado dos veces. Después la plancha de la ropa, la del cabello, el botón del equipo de sonido y, por si acaso, el cargador del celular —que, por supuesto, estaba desenchufado—. Y como toque final, revisamos la llave del agua.
Cuando por fin salimos de nuevo, respiramos aliviados, pero ya no caminamos: salimos volando, porque el reloj nos persigue. Aunque a esa altura, llegar a tiempo ya no importa; lo único que cuenta es haber sobrevivido a la batalla. Y si alguien pregunta por qué tardamos, que sepa que libramos una guerra épica contra la casa y esta vez salimos victoriosos. Por hoy, al menos, la casa y nosotros quedamos en tregua.
Dorys Rueda, Reflexiones.