La soledad nunca es un cuarto vacío: aun con las paredes mudas y la puerta cerrada, siempre hay presencias que se cuelan. A veces se manifiestan en forma de canciones: La nave del olvido de José José trayendo lo que quedó pendiente, Ojalá de Silvio Rodríguez ardiendo con lo que nunca se cumplió, o Gracias a la vida de Violeta Parra levantando un inventario de pérdidas y gratitudes. También puede irrumpir El breve espacio en que no estás de Pablo Milanés, recordándonos que la ausencia también es una forma de presencia.
Otras veces la soledad adopta la forma de una maleta olvidada en una esquina, llena de cosas que uno nunca se atrevió a desempacar. Allí están los mensajes guardados en “borradores” y jamás enviados, las fotos que todavía duelen demasiado para ser borradas, la ropa que se guarda “por si acaso” aun sabiendo que no volverá a usarse. Esa maleta pesa más que el silencio porque arrastra todo lo que fuimos incapaces de soltar.
También puede asemejarse a un museo en penumbras. Los pasillos son las horas largas y en sus paredes cuelgan cuadros que se iluminan de pronto por la memoria: la última conversación con un amigo que ya no está, la risa atrapada en un video antiguo, el olor de un lugar visitado una sola vez. Son exposiciones privadas que nadie más verá, galerías interiores que se encienden a destiempo para recordarnos que la memoria nunca cierra sus salas.
Hay momentos en que la soledad se convierte en un reloj que late demasiado fuerte. Cada tic no solo mide el tiempo, sino que agranda el vacío. No lo escuchamos, pero lo sentimos golpear en las sienes, como una alarma persistente que recuerda que la vida avanza aunque no haya nadie alrededor. Ese reloj no se limita a marcar horas: desnuda la espera, subraya la ausencia y convierte el paso del tiempo en un ruido imposible de silenciar.
La soledad, entonces, no es un espacio desierto sino una habitación abarrotada de canciones, maletas que pesan con recuerdos pendientes, museos donde la memoria expone su propia colección y relojes que nos obligan a mirarnos de frente. Porque incluso cuando creemos estar solos, lo que realmente encontramos es la compañía inevitable de nosotros mismos.
Dorys Rueda, Reflexiones.