El sol de septiembre parecía más cercano, como si también quisiera ser testigo del reencuentro. Las calles anunciaban la música y la memoria. Los otavaleños llegamos desde todos los rincones: los que nos fuimos a vivir en otras provincias y los que vuelven desde tierras lejanas, con la nostalgia aún tibia en la piel.
Era un día esperado, un día de volver a mirarnos a los ojos y reconocernos en las canas discretas que cuentan historias, en los silencios que hablan y, sobre todo, en la risa intacta que se nos escapa como cuando éramos adolescentes. Yo, que había guardado en un rincón del alma los nombres y los rostros de mis amigos de juventud, volví a encontrarlos. Al abrazarlos, sentí que el tiempo no era un muro que nos separa, sino un río que se abre en abanico y nos devuelve al mismo cauce donde alguna vez aprendimos a soñar juntos.
Hubo espacio también para la magia de lo inesperado: conocer a aquellos otavaleños que durante años me han acompañado desde la distancia, siguiéndome en las redes sociales y que hoy, por fin, se hicieron carne, voz y abrazo.
Y cuando sonó el sanjuanito, nadie se quedó quieto. Nuestros pasos, marcados por generaciones, tejieron en el suelo la trama de nuestra identidad. Cada giro era una celebración, cada palma un agradecimiento, cada sonrisa un pacto renovado con nuestras raíces.
El reencuentro no fue solamente un evento festivo dentro de las Fiestas del Yamor. Fue más bien una ceremonia íntima y colectiva, la certeza de que dondequiera que estemos la sangre otavaleña late con el mismo ritmo, como un tambor que nunca se apaga. Volver a encontrarnos fue reconocernos en el espejo de los otros, sentir que la memoria florece y que, en cada abrazo, volvemos a nacer como pueblo.