El domingo fue, durante mucho tiempo, el día del encuentro. La visita a los abuelos, la mesa larga con primos y amigos, las sobremesas interminables. Era también la misa de la mañana, el helado de la tarde, el saludo cordial al vecino en la vereda.

Ese día avanzaba lento, sin prisa. La calma abría espacio para escuchar, reír, compartir. Era un respiro entre jornadas cansadas, un instante generoso en el que la vida se volvía sencilla y luminosa.

Estaba hecho de gestos pequeños que engrandecían la vida común: la pelota rodando en la calle, la radio llenando la cocina, la visita inesperada que traía la risa, la historia repetida que nunca cansaba. La casa abierta, la música sin escenario, la certeza de pertenecer a algo más grande que uno mismo.

También era el día de los paseos: caminar por las calles de la ciudad, recorrer sus plazas, detenerse frente a una vitrina iluminada. Y antes del cine, la parada obligada: los confites y caramelos que se vendían en la entrada. Dulces para niños y adultos, papeles de colores que brillaban como tesoros sencillos, maní tostado que calentaba las manos, caramelos que chisporroteaban en la lengua. Todos, grandes y pequeños, nos dejábamos tentar por esa dulzura que anunciaba la fiesta de la tarde.

Luego llegaba el cine: la penumbra compartida, la magia de la pantalla, el murmullo contenido de quienes soñaban juntos en la oscuridad. Allí, entre el crujido del celofán y las imágenes luminosas, el domingo desplegaba su propio ritual de maravilla.

Más allá del asfalto, el domingo respiraba naturaleza: la piscina rebosante de risas, la laguna convertida en espejo del cielo, los caminos rurales perfumados de pan caliente y tierra fresca. 

El domingo también era un refugio para el cuerpo y para el alma: la siesta ligera, el café sin prisas, el libro esperando en un rincón y la hoja en blanco abierta a nuevas palabras. No pereza, sino equilibrio. Un recordatorio de que la existencia necesita pausas para seguir floreciendo.

Con el tiempo, sin embargo, esa serenidad comenzó a desdibujarse. La prisa, que antes se detenía en la puerta, empezó a invadir también los domingos y lo que había sido pausa terminó convertido en rutina.

Hoy, en el mundo de la urgencia, el domingo no debería perderse en el ruido de lo inmediato. Recuperarlo es un acto de resistencia, un regreso a lo esencial. Porque no es solo descanso: es presencia. Es sentarse frente a quienes amamos y escuchar sin relojes; es compartir la mesa sin apuros, regalar nuestro tiempo sin condiciones.

Al final, no recordaremos las carreras ni los pendientes, sino los rostros, las voces y los afectos que nos acompañaron. Salvar el domingo es salvar la memoria, la calma y la forma más simple y verdadera de amar.

 

 Dorys Rueda, Reflexiones.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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