Cada vida es un libro inacabado, siempre abierto en manos ajenas. Quien se cruza con nosotros se convierte en lector, pero también en autor de lo que no escribimos a plena voz.
Hay quienes apenas nos hojean: leen dos líneas distraídas y nos recuerdan como una anécdota fugaz, un pasaje menor en el borde de su memoria. Otros avanzan despacio, con la atención de quien busca sentido en cada palabra. Son ellos quienes subrayan nuestros gestos, anotan al margen nuestros silencios y, sin darse cuenta, nos incorporan a la trama secreta de su propia historia.
No faltará, sin embargo, quien defienda la idea de un yo verdadero. Dirán que detrás de tantas miradas y relatos existe un núcleo firme, inmutable, que no se deja reescribir por nadie. Para ellos, la vida no sería una biblioteca infinita, sino un solo ejemplar con páginas dictadas únicamente por uno mismo.
Otros sostendrán que la vida sí conoce un epílogo. Que más allá de los márgenes y las anotaciones, la historia se cierra con la muerte o con el legado. Para ellos, lo escrito se guarda en los estantes del tiempo y la lectura, inevitablemente, concluye.
Y no faltan quienes rechacen toda metáfora del libro. Alegarán que somos actos concretos, decisiones irreversibles, memorias de carne y no de papel. Que reducir la vida a páginas es despojarla de su densidad irrepetible.
La vida, entonces, no se deja aprisionar en una sola forma: puede ser libro único, relato con epílogo o materia viva que desborda cualquier imagen. Y, sin embargo, en todas esas miradas descubrimos una certeza: existimos entre lo que permanece y lo que se cierra, entre lo que se reescribe y lo que ya no cambia.
Quizá vivir consista en aceptar esa paradoja: ser páginas abiertas y, al mismo tiempo, un núcleo que resiste; ser relato que se prolonga, aun sabiendo que un día habrá de cerrarse.
Dorys Rueda, Reflexiones.