Hay experiencias que no se anuncian. Llegan sin explicación, sin respetar el orden natural de las cosas. De pronto entran, alteran, desacomodan. El cáncer fue una de ellas. No pidió permiso. Se instaló en mi cuerpo como una palabra inesperada en medio de una frase que creía comprender. No vino a dejarme lecciones ni a convertirme en símbolo de nada. Simplemente llegó. Y con su llegada, detuvo el rumbo y me dejó frente a un presente desnudo.
De esa conciencia brota esta reflexión: no para demostrar fortaleza ni para cerrar heridas, sino para compartir cómo el lenguaje —y la vida— cambian cuando el presente se vuelve lo único real.
El cáncer me mostró que no siempre se trata de avanzar en línea recta ni de correr entre lo que quedó atrás y lo que aún no llega. El tiempo —lo comprendí entonces— es como un verbo conjugado en presente simple: no presume, no se explica, solo ocurre.
Ya no arrastro lo que fui, ni me aferro a lo que aún no sucede. Estar viva dejó de ser un proyecto aplazado para convertirse en un gesto breve, frágil y poderoso que ocurre aquí, sin adornos ni garantías.
Desde esa nueva conciencia del tiempo, algo se abrió dentro de mí: un paréntesis. No una pausa tibia ni un simple respiro entre acontecimientos, sino un intervalo profundo e inesperado. Como en las frases donde el paréntesis revela lo que no se dice en voz alta, allí afloraron verdades que había postergado: el peso del silencio, la calma que sostiene y la hondura de las cosas pequeñas.
Entonces empecé a notar lo que antes dejaba de lado: un rayo de sol cruzando la habitación siempre a la misma hora; el sonido pausado del agua en la cocina; la forma en que una taza caliente abrigaba mis manos; el crujir de las sábanas limpias al girar el cuerpo. También el olor del pan tostado al amanecer, el mensaje que llegaba sin ser esperado, la lentitud con que el cuerpo despertaba, el peso exacto de una cobija bien puesta. Todo eso —lo mínimo, lo callado, lo desapercibido— empezó a hablarme. Y en esa quietud sin respuestas, aprendí a mirar distinto: sin prisa y con asombro.
Fue entonces cuando el lenguaje también cambió. Los adverbios comenzaron a pesar más que los sustantivos. Ahora. Aquí. Todavía. Palabras breves que se volvieron refugio. Ya no importaba tanto lo que hacía ni lo que lograba. Lo esencial estaba en cómo lo vivía, dónde ponía el alma. El cáncer me volvió adverbial: no era la acción lo que importaba, sino el modo. Habitar el instante fue conjugarme con el alma despierta.
Y en medio de ese presente sin adornos, la escritura emergió como ancla y como espejo. No fue un acto planificado, sino una urgencia del alma: escribir se volvió mi forma de tocar el tiempo, de nombrar lo que dolía sin romperlo, de calmar la incertidumbre. Cada palabra me ataba al instante. Por eso escribo a diario: porque escribir es permanecer, es encender una luz mientras todo se mueve. Es mi manera de habitar el ahora con todo lo que soy.
El cáncer también me enseñó a abrir el corazón a una Presencia que transforma y que llegó con paz. Con esa ternura que no impone, pero permanece. Entonces sentí a Dios vivo en el alma. Y entendí que la fe no siempre irrumpe con respuestas ni con certeza. A veces, se manifiesta así: en la quietud que nos envuelve cuando más la necesitamos, en la seguridad de que hay "Alguien" que sostiene incluso cuando sentimos que caemos.
También descubrí que el amor no habita en los sustantivos llamativos ni en los adjetivos que embellecen sin tocar lo esencial. No vive en discursos elaborados ni en promesas bien formuladas. El amor verdadero se manifiesta en los gestos mínimos: alguien que nos tiende una mano sin que lo hayamos pedido, una bufanda doblada sobre la silla en los días fríos, un mensaje nocturno que nos hace sonreír. Entendí que el amor, como en la gramática, necesita concordancia: no se conjuga en soledad ni en ausencia. Solo existe cuando dos tiempos coinciden, cuando dos voluntades se acercan. Y eso vale en todas sus formas: en la familia, en la amistad, en el amor y en esa humanidad silenciosa que abraza sin pedir nada a cambio.
Y por último, el cáncer me enseñó que, aunque la fuerza brota desde dentro, no florece en soledad. Se nutre de presencias que sostienen, como ese sujeto tácito que no se menciona, pero da sentido a toda la frase. Así también son quienes nos acompañan sin hacerse notar: raíces silenciosas que evitan el derrumbe. Mi esposo fue abrigo en invierno, faro en los días nublados, tierra firme cuando todo temblaba. Mi familia, con su ternura sin horario, tejió refugios invisibles donde podía descansar el alma. Y mis amigos, con ese amor que llega sin tocar la puerta, fueron sombra amable, voz serena y luz encendida en medio del apagón.
En suma, habitar el ahora no es negar el pasado ni soltar el futuro. Es aprender a mirar con nuevos ojos lo que está ocurriendo —aquí, ahora— mientras aún respiramos. Es reconocer que este instante es lo único que realmente podemos abrazar. Y aunque no siempre sea fácil, aunque duela, aunque a veces parezca insuficiente, vivir el presente con conciencia es el acto más valiente —y más humano— que he aprendido. Porque es en el ahora, tan frágil como eterno, donde la vida se revela en su forma más pura. Y eso, lo sé ahora, es la verdadera riqueza.
Dorys Rueda, Reflexiones.