En nuestro país, más allá de la entrada ligera y del postre final, el almuerzo siempre se sostuvo en dos pilares inseparables: la sopa y el segundo plato. La sopa era la primera voz, la que abría el concierto de la mesa con su aroma humeante y su calor convocante. Con cada cucharada nacía el diálogo del mediodía: un rito de familia encendido desde temprano. El segundo plato llegaba después para dar plenitud, como quien baja el telón tras una función compartida.

Así, la sopa iba más allá del alimento: era rito diario, memoria humeante y abrazo familiar.

Hoy ese rito se apaga en medio de la prisa.

El trabajo, los estudios, el vértigo de la ciudad y las pantallas han vuelto la vida un camino apremiante. La sopa, que pedía paciencia y fuego lento, empieza a perder su lugar en la mesa. Y con su ausencia no se va solo un plato: se desdibujan los aromas de la infancia, se apagan las historias del mediodía y se diluye la memoria compartida que nos recordaba que comer era también estar juntos.

Sin embargo, basta recorrer el país para descubrir que la sopa resiste. En cada región hierven recuerdos y sabores que se niegan a desaparecer, como si el Ecuador entero encontrara en ellas una manera de seguir latiendo. Cada plato guarda un paisaje, un gesto familiar, una historia que se cuenta mejor en el vapor que asciende del cuenco.

Por supuesto, no todas las sopas caben en este recuento. Cada provincia, cada cantón, conserva las suyas: recetas que palpitan en la memoria de las familias y en las mesas comunitarias. Aquí solo menciono algunas, apenas un puñado de ejemplos de la vastedad de caldos que bullen en nuestro país, testigos de una diversidad infinita que aún se sirve caliente.

En la Sierra, el locro de papas sabe a hogar: la papa se deshace tierna, el aguacate acaricia con frescura y el queso se derrite lento, como un secreto heredado. El caldo de pollo reconforta y devuelve fuerzas en cada sorbo. La sopa de arroz acompaña todo el año, ligera o humeante según la estación. Y el yahuarlocro, mestizo y profundo, guarda la fuerza de la herencia: aguacate que refresca, ají que enciende y memoria que late en cada cucharada.

En la Costa, la sopa es mar servido en plato hondo. El encebollado estalla en limón y cebolla curtida; el caldo de salchicha irrumpe con bravura popular. El viche canta la unión de mar y tierra, mientras el sancocho y la cazuela de mariscos bañada en coco llegan como mareas de abundancia. En cada sorbo se escucha la fiesta del litoral.

En la Amazonía, la sopa respira selva. El caldo de pollo con yuca y hierbas frescas devuelve fuerzas al cuerpo cansado, pero es el caldo de guanta el que guarda la verdadera energía de la tierra. Cocido a fuego lento, acompañado de plátano o papa china y encendido con hierbas y ají amazónico, se transforma en un pacto con la naturaleza: un legado que se bebe, una raíz que vuelve a despertar en cada sorbo.

En Galápagos, la sopa tiene sabor a horizonte abierto. Un caldo de pescado recién capturado o una sopa de mariscos traen al cuenco el murmullo del mar y el latido profundo de las islas. Cada sorbo evoca el azul inmenso, el vaivén de las olas y la vida que palpita en sus costas, como si el océano entero se dejara servir en la mesa.

Y hay sopas que no pertenecen a una sola región, sino a todo el país: la fanesca, que en Semana Santa une granos y familias en un solo abrazo; o la sopa de bola de verde, con su corazón relleno de carne, saboreada en distintas provincias. Son platos que viajan sin fronteras, puentes entre generaciones y lazos invisibles que enlazan a un mismo Ecuador alrededor de la mesa.

Tal vez por eso resulta tan revelador recordar a Mafalda, la niña lúcida de Quino, que odiaba la sopa porque en su mundo no era alimento, sino imposición. Para ella, cada cucharada era un mandato disfrazado de plato humeante.

Aquí, en cambio, la sopa cumple otra función. No es orden, sino tradición que hierve, raíz encendida en el fogón, familia que se convoca, identidad que se sirve en un plato hondo.

Cuidar la sopa es cuidar lo que somos. Mantenerla viva es mantener encendida nuestra historia común. Porque en su sencillez cotidiana late la identidad de un pueblo: diverso, mestizo y generoso. La sopa es voz de hogar y de nación, un símbolo que nos recuerda que la memoria —como el caldo humeante— solo tiene sentido cuando se comparte alrededor de la mesa.

 

Dorys Rueda, Reflexiones, 2025

 

Dorys Rueda, Reflexiones, 2025

 

 

Dorys Rueda

Otavalo, 1961

 

Es investigadora, docente y escritora ecuatoriana con una licenciatura en Letras y Castellano, y dos maestrías: una en Literatura Ecuatoriana e Hispanoamericana y otra en Literatura Infantil y Juvenil.

Además, posee una especialidad en Currículum y Prácticas Escolares en Contexto y un diplomado en currículum.

Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.

Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025), Entre Versos y Líneas (2025), Reflexiones (2025), Cuentos de sueños y sombra (2025) y Leyendas y magia de Otavalo (2025).

Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024), Historias para recordar (2025) y Ellas, esencia del verso (2025).

A lo largo de su trayectoria, ha sido reconocida por su valioso aporte al ámbito cultural, literario y educativo. En 2021, el Municipio de Otavalo le otorgó un reconocimiento por su contribución al desarrollo cultural de la ciudad. En 2024, fue distinguida como una de las 25 mujeres otavaleñas más destacadas por su trayectoria y ese mismo año recibió una placa conmemorativa de la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión” en honor a su legado en la literatura y la docencia. Asimismo, ha sido merecedora de dos medallas al “Mérito Cultural” otorgadas por la Cámara de Comercio de Otavalo, en los años 2024 y 2025.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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