La escritura, como el universo, se expande más allá de lo que podemos abarcar. Un texto puede parecer finito, limitado a sus páginas, pero en su interior contiene galaxias de significados, planetas de imágenes y constelaciones de emociones. Al igual que el cosmos, guarda misterios que no se revelan en una sola mirada.
Las galaxias de un texto son sus ideas principales: inmensas, llenas de luz y movimiento. Algunas se descubren al primer encuentro, como soles que arden en el centro de la página; otras permanecen en penumbra, esperando a que el lector se acerque con paciencia para hallarlas. Cada lector, como un explorador, traza su propio mapa estelar, uniendo las luces que otros quizá pasen por alto.
En medio de ese espacio inmenso aparecen también los meteoritos: frases o imágenes que atraviesan la lectura con un impacto certero. Su paso es fugaz, pero deja una huella en la memoria, como un cráter que cambia para siempre el relieve emocional del lector. Son momentos irrepetibles que, justamente por su rareza, se atesoran.
Más adentro, en las regiones más hondas, se esconden los agujeros negros del texto: fragmentos que lo devoran todo, donde la luz de la interpretación parece apagarse. No ofrecen respuestas directas, pero son esenciales. Invitan al lector a girar en torno a ellos una y otra vez, prisionero de su fuerza gravitatoria. Son territorios donde lo no dicho ejerce más peso que cualquier palabra.
En suma, la escritura, como el universo, nunca se agota. Cada lectura es un viaje nuevo, una expedición hacia territorios aún desconocidos. Y aunque las páginas permanezcan idénticas, la mirada del lector nunca es la misma.
Volver a un libro es regresar al mismo cielo, pero con otros ojos: descubrir estrellas ocultas, aceptar los enigmas y dejarnos guiar por constelaciones que antes no habíamos visto. Porque leer —como mirar el cosmos— no es comprenderlo todo, sino atreverse a explorar.
Dorys Rueda, Reflexiones, 2025