A los ocho años, mi padre me miró con ternura y me dijo que le gustaría que yo fuera escritora. En ese momento pensé que me estaba tomando el pelo, pero algo dentro de mí se iluminó. Sentí una mezcla de incredulidad y alegría, como si el lenguaje, ese que aún no dominaba del todo, hubiera abierto una puerta secreta hacia lo que algún día podría llegar a ser. Desde entonces, esa sensación me ha acompañado como una chispa persistente. Tal vez por eso hoy puedo reflexionar sobre el poder del lenguaje.
El lenguaje, ya sea oral, escrito, leído o escuchado, puede ser bálsamo, cobijo y refugio, cuando nace de la autenticidad, sin adornos ni pretensiones, se transforma en casa, en puente o en abrazo. Un “te quiero” dicho con el corazón puede reconstruirnos en medio de la tristeza. Una conversación sincera, sin apuros ni máscaras, puede abrigarnos como una manta tibia en plena tormenta. Una carta escrita con torpeza, pero colmada de verdad, puede tener más fuerza que un discurso perfecto. Un poema leído en voz baja, justo cuando el alma amenaza con quebrarse, puede devolvernos el aliento. Una llamada inesperada, donde alguien simplemente nos escuche sin juzgar ni interrumpir, tiene la capacidad de calmar nuestras tempestades interiores. Incluso una palabra amable de un desconocido puede sostenernos cuando sentimos que todo se derrumba.
A veces, el lenguaje llega sin que lo busquemos, disfrazado de casualidad. Aparece en una frase garabateada en la pared de una calle, en una palabra que salta desde un libro abierto al azar, en la letra de una canción que escuchamos por accidente o en una escena de película que nos sacude por dentro. También habita en un mensaje breve enviado a deshoras, en una línea subrayada en un cuaderno antiguo, en el eco de una lectura compartida. Todas estas formas del lenguaje, cuando emergen con honestidad y en el momento justo, nos envuelven como un refugio íntimo y necesario.
Pero en otros momentos, el lenguaje falla. No porque nos falten palabras, sino porque no se dijeron a tiempo. Callamos cuando debimos hablar, dudamos cuando el corazón pedía certeza. No dijimos “perdón” antes de que el otro se marchara. No dijimos “me importas” cuando alguien necesitaba saberlo. Dejamos pasar el momento de decir “aún te espero” y, cuando finalmente lo dijimos, ya no había nadie al otro lado. Lo no dicho, por miedo, por orgullo, por inseguridad, pesa más que lo que se dijo mal. Y el silencio, cuando ocupa el lugar de la palabra urgente, se transforma en una grieta que se ensancha con los días.
A veces, no es el silencio lo que más duele, sino las palabras mal dichas, las que salen en el momento equivocado o con el tono incorrecto. Frases como “haz lo que quieras”, cuando en realidad suplicábamos “quédate” o un “me da igual” cuando por dentro todo nos dolía, hieren con una sutileza que desgarra. Otras veces son sentencias duras y tajantes, como “nunca fuiste lo que yo esperaba” o “si te vas, mejor”, que se adhieren al recuerdo como sombras persistentes, repitiéndose en la mente mucho después de haber sido pronunciadas. Son palabras que no se olvidan con el tiempo, porque no solo lastiman, sino que se instalan en la herida y la habitan.
En suma, el lenguaje puede ser refugio, pero también ruina. Puede salvarnos o herirnos, acercarnos o alejarnos, según cómo lo utilicemos. Está en nuestras manos elegir si lo usamos para construir puentes o levantar muros, para acariciar o para desgarrar. Decir una palabra a tiempo puede cambiar el rumbo de una vida; callarla, también. Por eso, cada vez que hablemos, escribamos, escuchemos o callemos, deberíamos preguntarnos si estamos siendo fieles a lo que sentimos y a lo que el otro necesita. Porque el lenguaje no es neutro: deja huella. Y de nosotros depende si esa huella abriga o quema.
Dorys Rueda, Reflexiones personales, 2025