Dorys Rueda
Julio, 2025
Toda leyenda tiene su propio idioma. Un idioma antiguo, hecho de ecos, susurros y silencios que pesan. No se construye con cualquier palabra, porque hay términos que abren caminos hacia lo no dicho, despiertan memorias enterradas y hacen vibrar lo que duerme bajo la superficie.
Ese es el lenguaje de la leyenda: una selección de palabras esenciales, capaces de invocar lo que no está en los libros pero vive en la voz del pueblo.
A continuación, comparto las palabras que no deben faltar en una leyenda:
PRIMERA PALABRA
Hace siglos. En tiempos antiguos. En tiempos remotos.
Ninguna leyenda comienza un lunes cualquiera, con sol de oficina, bocinazos y olor a café recién hecho. Jamás.
Las verdaderas leyendas nacen envueltas en bruma, cuando los relojes aún no existían y los caminos no tenían nombre.
Comienzan con un solemne hace siglos o con esas frases que vienen arrastrando generaciones: en tiempos antiguos, en tiempos remotos. Son palabras cubiertas de polvo y ceremonia, con arrugas sabias y silencios medidos.
No son adornos. Son llaves. Contraseñas que abren portales dormidos. Si se pronuncian como si nada, la leyenda se cruza de brazos, se ofende y desaparece.
Porque las leyendas tienen carácter y no soportan que las convoquen sin el alma despierta ni los sentidos afilados.
Como decía mi tía Beatriz, mientras amasaba el pan con gesto serio, sin levantar la mirada:
—Yo no me invento nada, mijita. Eso pasó hace siglos, cuando los animales aún veían lo que uno ya no podía.
Y una tragaba saliva y asentía, por si acaso el espíritu estuviera cerca y con ganas de escuchar.
SEGUNDA PALABRA
El Pueblo
Las leyendas —las que se cuentan bajito, al calor de una vela o al filo de la noche— suelen echar raíces en pueblos o ciudades pequeñas, donde el polvo no se barre del todo y los techos aún crujen con los secretos de antes. Lugares donde los nombres propios se disuelven en apodos heredados y donde cada casa guarda un murmullo, una sombra o un aviso.
Allí, el tiempo no corre: se arremolina. No avanza, se queda. Se acomoda detrás de los días repetidos, entre los gestos que se heredan y las frases que se dicen igual desde hace generaciones. La rutina no borra: graba. Y lo que graba, se convierte en verdad, aunque nadie lo haya visto.
En un pueblo, la escenografía se convierte en personaje: respira, observa y, a veces, decide. Nada está de más. Cada elemento —una calle, un río, una iglesia, un lugar desértico, un parque desolado— forma parte de un relato mayor, como piezas de un teatro invisible que se representa en silencio.
No hay casa que no tenga su historia, ni piedra que no haya escuchado algo. Las esquinas no solo doblan calles: doblan destinos. Un cambio de rumbo, una mirada que se cruza, una sombra que se desvanece justo ahí donde alguien alguna vez desapareció. Las paredes tienen oídos, sí, pero también memoria: guardan confesiones, rezos, gritos y promesas que no llegaron a cumplirse.
El pueblo no es testigo pasivo. Es voz que murmura desde los rincones, eco de lo que fue, de lo que se teme y de lo que aún persiste. A veces se vuelve guardián del espanto, custodio del misterio que no quiere ser desvelado. Otras veces se transforma en cómplice de lo oculto, protegiendo aquello que no debe nombrarse.
En un pueblo, el misterio no necesita disfraz: se sienta a la mesa, camina por las calles, duerme bajo el tejado. Lo extraño no se cuestiona: se incorpora. Forma parte del pan, del saludo breve, de los pasos que evitan ciertas veredas al caer la tarde. Lo raro no se investiga: se guarda en silencio. Como se guardan los dolores antiguos o los retratos de quienes ya no están.
Omitir al pueblo en una leyenda es como contar un sueño sin noche. El pueblo es el latido, el altar donde se enciende la memoria. Donde hay pueblo, hay fuego encendido, brasas viejas que aún calientan y alumbran.
Como decía mi madre mientras caminábamos juntas, mirando hacia el mercado 24 de Mayo, en Otavalo:
—Mira, ahí donde ves ese mercado, cuentan que antes fue un cementerio. Por eso, dicen que por las noches algunos ven fantasmas merodeando entre los puestos.
Y una, por si acaso, bajaba la mirada y aceleraba el paso, como quien sabe que el peligro no siempre se ve, pero puede despertar si se lo mira demasiado.
TERCERA PALABRA
El espectro
Dentro de la poética de la leyenda, el espectro o personaje central representa la tercera palabra imprescindible, no en el sentido gramatical estricto, sino como parte de una cadena simbólica que sostiene el alma del mito. Más que un recurso narrativo, el personaje se asume como una palabra viva, cargada de memoria, emoción y sentido. Es una presencia que condensa el conflicto, el asombro y el misterio. No es un adorno ni un actor secundario: es la encarnación de lo legendario. Por eso, el espectro —ese ser que transforma y desestabiliza— es una palabra que debe estar en toda leyenda.
Las leyendas no caminan solas. Aunque el tiempo las envuelva y el lugar les dé sustento, siempre hay un ser que les da aliento. Una figura que se escapa de los márgenes de lo real y se instala, silenciosa pero poderosa, en los pasillos de la memoria colectiva. Su sola mención basta para detener una conversación o desviar una mirada. Puede ser el diablo, el carbunco, la sirena, el duende, la viuda, la bruja o aquella mujer vestida de blanco que nadie ha visto de frente, pero a la que todos temen.
Este personaje no necesita un nombre propio ni una aparición constante. A veces se presenta como una silueta que cruza de reojo, una risa que estremece, un perfume que nadie puede explicar, un crujido cuando todo calla. Los personajes de las leyendas no piden permiso: irrumpen. Y, aun sin estar, se sienten. Se oyen en las grietas del sueño o en la pausa que se forma justo cuando se apaga la luz.
El personaje central no solo actúa: enseña, advierte, incomoda, transforma. En su gesto, en su palabra o incluso en su simple sombra, se revelan los temores más antiguos, las culpas calladas, los anhelos silenciados, las supersticiones persistentes y las creencias más arraigadas de un pueblo. Es, al mismo tiempo, espejo y amenaza; deseo y consecuencia.
Su origen es difuso —a veces mito, a veces una voz heredada—, pero su presencia es inconfundible. Surge para corregir lo torcido, castigar la codicia, proteger lo sagrado o vengar lo olvidado. Inquieta, remueve, marca. Y aunque provoque miedo, deja siempre una huella que no se borra.
No importa si con los años cambia de forma, si se adapta a los nuevos tiempos o si ahora viaja en moto en lugar de caminar. Tal vez usa celular, es influencer, asiste a cursos en línea, vuele en una escoba de última generación, lidera un sindicato o se mueve entre chats de citas. La esencia permanece intacta: sigue siendo esa figura que impone respeto, que hace bajar la voz, que obliga a cerrar bien las puertas al caer la noche. El que logra que los niños escuchen con los ojos bien abiertos… y que los adultos callen, con una media sonrisa que intenta disimular el temblor.
Porque sin personaje no hay leyenda. Puede existir el lugar, puede resonar el “hace siglos”, pero la historia no cobra vida hasta que aparece él, ella o eso: la esencia que anima el relato, quien desata la intriga, sacude la rutina y convierte lo contado en algo inolvidable.
Mi abuelita solía decir, cuando alguien dudaba de alguna historia:
—No importa si tú no lo viste, él sí te vio a ti.
Y entonces, en lugar de reírnos, bajábamos la voz. Porque sabíamos que, en cada historia, hay un personaje que aún nos está mirando desde el otro lado del cuento.
CUARTA PALABRA
El silencio
Puede parecer extraño incluir al silencio como una palabra dentro de la poética de la leyenda. Después de todo, no se pronuncia ni se escucha. Pero justamente ahí reside su fuerza: en el hecho de que no necesita decirse para ser comprendido. El silencio es una palabra sentida, latente. Vive en la atmósfera, en los gestos, en la pausa que se impone cuando ya no se puede o no se debe hablar más. En el mundo de las leyendas, no todo se transmite con palabras. A veces, lo más importante se guarda.
El silencio no es ausencia: es contención. Es una presencia que sella, que envuelve, que pesa. No aparece al inicio, ni al medio, sino en ese momento en que la historia parece rozar lo prohibido. Es la forma en que el miedo se preserva, el misterio se protege y el respeto se manifiesta. Surge cuando los labios se cierran, pero la memoria queda abierta.
Todos lo hemos sentido alguna vez: el silencio que sigue a una advertencia, a un “mejor no hablar de eso”, o a una mirada que interrumpe la narración justo cuando se está volviendo demasiado real. En esos momentos, el silencio no interrumpe: completa. Lo que no se dice, también se transmite, también se hereda. Las leyendas no se cuentan con gritos ni con discursos largos. Se deslizan entre dientes, bajito, como si el viento también estuviera escuchando. Y cuando el relato alcanza su punto más oscuro, es el silencio quien toma la palabra.
Por generaciones, ha sido así. El silencio ha acompañado a las historias como una sombra fiel. A veces es miedo, otras respeto, otras protección. Pero siempre tiene un significado. Es la pausa que deja espacio a la imaginación, la que permite que quien escucha construya su propia versión de lo que no se dijo. Sin silencio, una leyenda se vuelve anecdótica. Con él, se vuelve inquietante.
Hay silencios que se recuerdan más que las palabras. Porque hay momentos que no se narran, pero que se graban en la piel. Una pausa, un suspiro, una frase que se queda a medias son formas de lenguaje. Y el silencio es quizás la más intensa de todas. Tiene cuerpo, tiene memoria, tiene poder creativo. Lo que se calla puede dar lugar a infinitas versiones, a múltiples interpretaciones, a temores que crecen con cada generación.
Y así como el tiempo de la leyenda se anuncia con un “hace siglos” y su lugar toma forma en el pueblo, y el alma del relato se encarna en el espectro o personaje central, el silencio llega para sostenerlo todo desde lo invisible. Es el hilo que amarra sin apretar, la respiración contenida de la historia. El silencio hace que la leyenda no solo se escuche, sino que se sienta.
Mi madre, que contaba como nadie, sabía exactamente cuándo detenerse. Justo cuando los ojos de todos se abrían más y las palabras parecían ya no alcanzar, ella bajaba la voz y decía:
—Hasta ahí nomás.
Y en ese momento, entendíamos que no hacía falta más. Porque el silencio, sin pronunciarse, había dicho lo esencial.
QUINTA PALABRA
La enseñanza
Puede parecer que la enseñanza es una consecuencia, no una palabra. Pero en la poética de la leyenda, la enseñanza no es un remate forzado ni una nota al pie: es la palabra que permanece. Aquella que se queda vibrando después del relato, la que transforma lo escuchado en sabiduría compartida. No siempre se dice en voz alta, pero siempre está implícita. La enseñanza da sentido a lo contado y por eso también es una palabra. Una que no solo explica: guía, advierte y siembra. Es la voz que continúa hablando, incluso cuando el relato ya ha terminado.
Toda leyenda —por más fantástica, terrorífica o maravillosa que parezca— contiene en su fondo una advertencia, un consejo, una pregunta o un recordatorio. La enseñanza no aparece como sermón, sino como experiencia tejida en símbolos, como sabiduría popular disfrazada de espanto o maravilla. En esa enseñanza se resume la necesidad de transmitir algo que va más allá del entretenimiento: una orientación, una reflexión, una forma de entender el mundo.
La enseñanza toca la emoción y deja una inquietud. A veces produce miedo para que no se repita un error, otras veces provoca ternura para que se conserve una memoria. También puede generar vergüenza, compasión o respeto. En todos los casos, se trata de un aprendizaje afectivo, que entra por el alma, no solo por la razón. El oyente no necesita que le digan: “esta es la moraleja”, porque la leyenda misma ya lo ha conducido hacia ella.
Muchas enseñanzas vienen de lejos, pero siguen vivas. Aunque cambien de forma o se ajusten a los tiempos, su raíz sigue siendo válida. No confiar en extraños, no romper pactos, no burlarse de lo sagrado, no caminar solo por caminos solitarios... Las versiones cambian, pero el mensaje esencial se conserva. La enseñanza viaja de boca en boca, de siglo en siglo, sin perder su peso.
Narrativamente, la enseñanza es lo que justifica que la historia se siga contando. Si la historia no dejara algo, no tendría razón para sobrevivir. Es lo que da valor al relato, lo que transforma una anécdota en leyenda. Lo que parecía ser solo un cuento, de pronto deja una lección. Y esa lección se transmite de generación en generación, como un eco que no se apaga.
La enseñanza también tiene forma plástica, visual, emocional. Se recuerda en gestos, en prohibiciones, en frases hechas. Muchas veces, la enseñanza se transforma en un dicho popular, en un refrán o en una advertencia que se da a los niños. Lo que nació como leyenda se vuelve costumbre, se hace ley no escrita. Esa es su fuerza: su capacidad para quedarse.
Y no solo se conserva, también se adapta. La enseñanza cambia con las épocas, pero mantiene su núcleo. Hoy puede estar disfrazada de consejo moderno, de norma ambiental, de principio ético o de advertencia sobre tecnología, pero sigue siendo la misma estructura: algo se cuenta para que algo no se repita o para que algo no se olvide.
Así como el tiempo abre la historia, el pueblo le da cuerpo, el personaje la agita y el silencio la protege, la enseñanza le da dirección y permanencia. Es la semilla que queda sembrada en quien escucha. La frase que regresa sola, cuando uno se encuentra en una encrucijada o a punto de repetir un error.
Mi padre solía decir, al terminar una historia espeluznante:
—Ya sabes lo que pasa cuando uno no escucha…
Y esa frase, pronunciada como si nada, pesaba más que toda la historia.