Elegí este tema de reflexión, porque hay verdades que no se escriben en ningún libro ni se pronuncian en voz alta, pero habitan con delicadeza en los rincones de la vida. A veces, lo más hondo no se dice: se roza, se sugiere, se entrega en un gesto. Son esos instantes callados —una mirada que abraza, una mano que alcanza, una presencia que no se va— los que sostienen lo esencial. La vida, en su sabiduría más pura, suele hablar bajito y quienes aprenden a escucharla lo hacen con el alma más que con el oído.

Hay recuerdos que no suenan, pero laten. Como aquel padre que cada mañana abrochaba la chaqueta de su hijo hasta el cuello, sin decirle “te quiero”, pero asegurándose de que no pasara frío. O aquella madre que, en silencio, peinaba con esmero a su hija cada día, como si en cada trazo del peine le dejara un pedacito de amor. O el esposo que, sin palabras románticas, calentaba el pan en la madrugada y lo dejaba junto al café humeante. Gestos así no buscan aplausos, pero construyen biografías.

También están esas despedidas que no pronuncian adiós, pero lo dicen todo. El hijo que parte a estudiar lejos y, sin ceremonia, recibe de su padre una mochila con una linterna, herramientas y una navajita pequeña: “por si acaso”. La esposa que ve partir al esposo a otra ciudad y no se atreve a llorar, solo lo sigue con la mirada desde la ventana, hasta que la figura se disuelve en la calle. O la madre enferma que ya no tiene fuerzas para hablar, pero aprieta con intensidad la mano de su hijo. Hay silencios que gritan amor y ausencias que se vuelven presencia por la fuerza del gesto.

En ese mismo lenguaje silencioso habita la cortesía que no es costumbre, sino afecto. El esposo que sirve el plato favorito de su esposa, sin preguntarle. La hermana que revisa si su hermano menor llegó bien y se asegura de cerrar la puerta con llave. La hija que barre la vereda de la casa de su padre sin que él lo note. El amigo que escucha, porque sabe que su presencia es suficiente. El afecto, cuando es verdadero, no necesita anuncios: se cuela en los detalles, se posa sin imponer.

Y cómo no reconocer el amor que se manifiesta en los rituales cotidianos. La madre que guarda una fruta pelada en la mochila del niño. El hijo que vuelve solo para cambiar un foco quemado. La esposa que cubre con un suéter los hombros del esposo mientras él lee. El esposo que prepara el desayuno sin que nadie lo solicite. El amor, el verdadero, no vive en las palabras, sino en la sencillez. No lleva pancartas ni discursos, pero aparece cada día, puntual, en los actos invisibles que sostienen la vida.

Incluso el perdón, ese gesto profundamente humano y necesario, rara vez se expresa con palabras. Suele llegar envuelto en actos pequeños, en silencios humildes que saben más de ternura que de orgullo. Tras una discusión entre padres e hijos, entre hermanos, esposos o amigos, no siempre aparece el “lo siento” explícito, pero sí ese acto que, sin decirlo, busca acercarse. El hijo que pone la mesa sin que nadie se lo pida, como quien tiende un puente invisible. El padre que deja un chocolate sobre la almohada, sin explicaciones, como diciendo “aquí sigo, contigo”. El esposo que sirve una taza de café y la deja frente a su esposa con una mirada breve, sin palabras, pero llena de intención. O ese mensaje casual, “¿vamos a caminar?”, que, más que una propuesta, es una rendición del corazón. Porque hay gestos que no pronuncian perdón, pero lo entregan con la suavidad de quien acaricia una herida sin tocarla.

Al final, lo que verdaderamente importa no siempre se escucha ni se explica, se siente. Y en ese lenguaje callado, hecho de actos mínimos, presencias constantes y ternuras sin anuncio, se escribe, sin tinta ni ruido, la más profunda de las humanidades. Porque en un mundo que grita, los gestos sencillos siguen siendo el refugio donde el amor, la compasión y el perdón se hacen eternos.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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