
Otavalo reposa suspendida en la altura, como si el cielo la meciera entre los brazos del monte. Las nubes la cubren sin palabras y en su silencio se dibujan sueños que no necesitan explicación. Todo está quieto: las tejas, las plazas, los parques, que parecen contener el aliento. El tiempo se detiene y respira con ella, lento, como si aguardara algo sagrado.
Desde la profundidad cristalina del Lago San Pablo, una brisa antigua acaricia la ciudad dormida. Su aliento de vidrio callado roza los bordes del pueblo y, al tocarla, la luz comienza a desplegarse. Primero tímida, luego plena, danza sobre los tejados como si los recordara con ternura.
Los cerros se inclinan despacio, conscientes de la historia que habita entre sus laderas. Y entonces surge el Taita Imbabura. No se impone, simplemente está. Su presencia basta. Desde lo hondo del horizonte, su sombra ampara, su forma serena. Es él quien viste a Otavalo con gestos sagrados.
Le cubre el pecho con hojas que han escuchado siglos, hojas tejidas con brisa y plegarias dormidas. Le ciñe las muñecas con brazaletes de cobre templado por la tierra. Le calza sandalias de lava dormida, para que camine firme hacia el día. Y sobre sus hombros extiende una manta que huele a monte sagrado, a cascadas invisibles, a leyendas que aún caminan entre piedras y neblina.
Otavalo se levanta, no como quien despierta de un sueño, sino como quien recuerda quién es. Camina envuelta en voces vivas que cruzan el aire y la tierra. Sus pasos encienden la luz. Su piel hila memorias de telares y cantos de surcos. A su alrededor, los elementos se alzan: fuego, agua, tierra, viento. La reconocen. La siguen.
Y en lo más profundo de su pecho, sin ruido ni urgencia, brota una raíz. No se ve, pero canta. No grita, pero sostiene. Es antigua, encendida, verdadera. Porque Otavalo no solo abre los ojos con la aurora: despierta desde la tierra, desde el alma, desde la memoria viva que la nombra y la guarda.
Dorys Rueda, Reflexiones, Volumen 2.
