Otavalo reposa suspendida en la altura, como si el cielo la meciera entre los brazos del monte. Las nubes la cubren sin palabras y en su silencio  se dibujan sueños que no necesitan explicación. Todo está quieto: las tejas, las plazas, los parques, que parecen contener el aliento. El tiempo se detiene y respira con ella, lento, como si aguardara algo sagrado.

Desde la profundidad cristalina del Lago San Pablo, una brisa antigua acaricia la ciudad dormida. Su aliento de vidrio callado roza los bordes del pueblo y, al tocarla, la luz comienza a desplegarse. Primero tímida, luego plena, danza sobre los tejados como si los recordara con ternura.

Los cerros se inclinan despacio, conscientes de la historia que habita entre sus laderas. Y entonces surge el Taita Imbabura. No se impone, simplemente está. Su presencia basta. Desde lo hondo del horizonte, su sombra ampara, su forma serena. Es él quien viste a Otavalo con gestos sagrados.

Le cubre el pecho con hojas que han escuchado siglos, hojas tejidas con brisa y plegarias dormidas. Le ciñe las muñecas con brazaletes de cobre templado por la tierra. Le calza sandalias de lava dormida, para que camine firme hacia el día. Y sobre sus hombros extiende una manta que huele a monte sagrado, a cascadas invisibles, a leyendas que aún caminan entre piedras y neblina.

Otavalo se levanta, no como quien despierta de un sueño, sino como quien recuerda quién es. Camina envuelta en voces vivas que cruzan el aire y la tierra. Sus pasos encienden la luz. Su piel hila memorias de telares y cantos de surcos. A su alrededor, los elementos se alzan: fuego, agua, tierra, viento. La reconocen. La siguen.

Y en lo más profundo de su pecho, sin ruido ni urgencia, brota una raíz. No se ve, pero canta. No grita, pero sostiene. Es antigua, encendida, verdadera. Porque Otavalo no solo abre los ojos con la aurora: despierta desde la tierra, desde el alma, desde la memoria viva que la nombra y la guarda.

 

 

Dorys Rueda, Otavalo en el alma, 2025

 

 COMENTARIO

 

 

Esta reflexión poética está dedicada a mi padre, un otavaleño que no solo vivió en su ciudad, sino que la encarnó en su gesto, en su mirada y en el silencio sereno con que contemplaba los cerros, los atardeceres y los mercados llenos de vida. Amó su tierra con la sencillez de quien no necesita proclamar nada, porque su amor se manifestaba en la constancia, en la presencia callada y en la fidelidad de quien sabe que lo verdadero no se dice, se cuida.

Esta reflexión también está dedicada a Otavalo y la forma que encontré para expresarlo fue vestir a la ciudad con la presencia del Taita Imbabura. Él encarna, para mí, una fuerza que abraza sin imponer, una presencia que cuida y acompaña. Cada símbolo —las hojas, la manta, los brazaletes y las sandalias de lava dormida— es mi forma de contemplarla, de rendirle homenaje, de reconocerla como un ser que despierta con la luz y camina con el alma encendida por su historia.

 

 

Ángel Rueda Encalada
Otavalo: 1923-2015

 

Fue un autodidacta que impulsó la modernización de Otavalo, logrando grandes transformaciones para su ciudad. Entre sus logros se cuentan la automatización de los teléfonos, la construcción del Banco de Fomento, la llegada del Banco del Pichincha, la edificación del Mercado 24 de Mayo, la creación de la Cámara de Comercio, la restauración del templo El Jordán y la reconstrucción del Hospital San Luis. Durante décadas, fue benefactor de las escuelas Gabriela Mistral y José Martí. Además, fundó varias instituciones locales desde las cuales desplegó su labor a favor de la comunidad. Fue presidente de la Sociedad de Trabajadores México y del Club de Tiro, Caza y Pesca. Formó la Cámara de Comercio, trabajó incansablemente para ella y fue nombrado su presidente vitalicio.

 

Marcelo Esparza, presidente de la Cámara de Comercio de Otavalo, comunicación personal, julio 12, 2015.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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