Antes del día,
Otavalo escucha.

No abre los ojos todavía.
Permanece.
Suspendida en la altura,
como si el monte la meciera
para que no olvide quién es.

Las nubes llegan sin prisa
y la cubren
como se cubre a una hija dormida.
No dicen nada.
El silencio es su manera de hablar.

En ese silencio
los sueños se acomodan solos.
No piden explicación.
Saben el camino.

Todo guarda quietud:
las tejas antiguas,
las plazas,
los parques que conocen pasos y regresos.
El pueblo entero
contiene el aliento.
También el tiempo se queda.
Respira bajo,
como quien espera una señal.

Desde el fondo claro
del lago San Pablo
se levanta una brisa antigua.
No empuja.
No apura.
Reconoce.

Su aliento toca los bordes del pueblo
y la luz responde.
Primero duda.
Luego avanza.
Se posa sobre los tejados
como si los contara uno a uno,
como si los recordara
desde siempre.

Los cerros inclinan el cuerpo.
Ellos saben.
Guardan historias
que no caben en la palabra.

Y entonces,
sin anuncio,
está el Taita Imbabura.

No llega.
Siempre estuvo.

No levanta la voz.
Su presencia basta.
Desde el horizonte
su sombra cuida.
Su silencio ordena.
Es él
quien llama a Otavalo
por su nombre verdadero.

Con manos antiguas
la viste para el día.

Le cubre el pecho
con hojas que han oído siglos,
hojas que guardan viento
y rezos dormidos.

Le ciñe las muñecas
con cobre nacido de la tierra,
para que recuerde
de dónde viene su fuerza.

Le calza sandalias
de lava quieta,
para que camine firme
sin olvidar el fuego.

Y sobre los hombros
le extiende una manta
hecha de monte,
de agua secreta,
de historias que aún caminan
entre piedra y neblina.

Entonces Otavalo se levanta.

No despierta.
Recuerda.

Recuerda el hilo.
La voz.
La raíz.

Camina envuelta
en palabras vivas
que cruzan el aire
y la tierra.
Cada paso
enciende la luz.

Su piel guarda
la memoria de los telares,
el canto hondo del surco,
las manos que supieron esperar.

A su alrededor
los elementos se acercan:
el fuego,
el agua,
la tierra,
el viento.
La reconocen.
La siguen.

Y en lo más profundo de su pecho,
sin ruido,
sin apuro,
brota la raíz.

No se ve.
Pero sostiene.
No grita.
Pero canta.

Es antigua.
Es viva.
Es verdadera.

Porque Otavalo
no nace cada mañana.

Se levanta
desde la tierra,
desde el alma,
desde la memoria
que la nombra,
la guarda
y no la suelta.

 

Dorys Rueda, Reflexiones Volumen 2, 2026.

 

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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